La implementación de huertos e invernaderos ha mejorado considerablemente las condiciones de vida de las comunidades aisladas a más de 3,700 metros de altura.
Por: Verónica Ramírez Muro
Fotos: Morgana Vargas Llosa
K´ellococha es una pequeña comunidad en las alturas de Pisac, en Cusco, a la que se accede por un enredado camino de tierra salpicado de ichus, vegetación característica del altiplano andino.
Simone Heemskerk, holandesa de 48 años, detiene el todoterreno que conduce antes de que el camino se vuelva peligrosamente agreste. Activa la tracción del eje delantero manualmente y vuelve a subir al auto. Lleva ocho años realizando el mismo recorrido y todavía no está segura de saberlo de memoria. Hay un punto en que las montañas amarillas y los senderos que se bifurcan empiezan a repetirse hasta conseguir un efecto multiplicador y laberíntico. En algún momento se ve pasar una vaca, un caballo, un ser humano. ¿Hacia dónde van?
Como tantas otras comunidades peruanas que habitan por encima de los 4 mil metros, K´ellococha se encuentra aislada y, sin embargo, aquí viven 46 familias en torno a una pequeña escuela, un comedor, la zona de los huertos y una plaza de tierra donde los niños juegan al fútbol.
Donde ahora crecen las verduras
Jerónima, de 43 años, es la encargada de supervisar el comedor popular donde se preparan los alimentos diarios para los niños. Ella ha parido 7 hijos sola, en su cama, sin ayuda de nadie. Para llegar a la posta médica más cercana tendría que caminar 6 horas (nadie en el pueblo tiene auto y el transporte público no existe), aunque de todas formas no podría atenderse porque en la posta no cuentan con los servicios necesarios para asistir un parto. Así que desde la posta tendría que tomar un carro ( el trayecto duraría otras dos horas) hasta llegar a la clínica donde, finalmente, podría parir, curarse una enfermedad o entablillarse un hueso roto.
Es la hora de comer. Los niños se acercan alborotados al comedor que hoy supervisa Jerónima. Tienen entre dos y diez años y asisten a clases multigrado. Las clases son para niños de 4-6, 6-8 y 8-10 años.
Las madres reparten las raciones calientes y generosas que aprendieron en las clases de cocina impartidas en la comunidad. En estas clases han conocido el valor nutritivo de los alimentos y es donde elaboran el menú diario con las hortalizas que han cosechado en la semana.
No siempre fue así. Antes no había comida para todos. Jerónima cuenta que la alimentación de los niños en la escuela y, en general en toda la comunidad, estaba compuesta de tres únicos ingredientes: chuño, papa o arroz y casi nunca juntos. Hoy han comido avena por la mañana y al mediodía un revuelto de acelgas con espinacas, atún y arroz.
Los alimentos ahora provienen de la nueva despensa comunitaria, de los biohuertos que contienen verduras como la berenjena, el perejil, el tomate o el brócoli, alimentos que nunca antes fueron vistos en estas alturas. Gracias a los biohuertos, los niños aprenden los beneficios de los cultivos orgánicos, aprenden a cosechar, a identificar las plantas, a cuidarlas y a alimentarse de forma balanceada.
Entre 2007 y 2014, Perú, el país del boom gastronómico, ha disminuido sus índices de desnutrición crónica infantil de 29 a 14%. Detrás de estas cifras hay un sistema puesto en marcha para revertirlas, pero, sobre todo, hay motores independientes y minúsculos que logran, en base a un esfuerzo titánico, transformar la vida de un grupo de personas. Simone, Jolanda Buets, su socia, y la Asociación Por eso Perú! han logrado modificar un número en la vida de los niños de K´ellococha: han aumentado los niveles de hemoglobina de una comunidad aislada.
Simone y Jolanda han encontrado la misión de sus vidas a más de 10 mil kilómetros de la Holanda donde nacieron. Hay días, aunque cada vez son menos, que ambas se enfrentan al desconcierto y a una pregunta recurrente: ¿cómo llegamos hasta aquí?
Entre Kenia y Guatemala
Simone estudió cinematografía y ejerció el periodismo poniéndose detrás de una cámara y grabando documentales que luego eran transmitidos por la televisión holandesa o Discovery Channel. Viajaba por muchos países de África. Llegaba, grababa y, supuestamente, volaba de regreso a Holanda.
Pero Simone nunca se iba del todo. Se quedaba dando vueltas mentales por esos lugares donde encontraba hambre y desesperación. Una ruptura sentimental coincidió con su deseo de pasar al otro lado de la cámara, de tomar acción, de hacer algo por todas esas personas en situaciones extremas. Entonces viajó a Guatemala, donde se unió al proyecto de huertos educativos de Jolanda.
Lograron sacar adelante el proyecto en Antigua, pero el entorno era muy inseguro. Por ser mujeres no podían conducir solas un auto sin que las detuvieran para pedirle documentos o robarles. Simone y Jolanda llevaban spray de pimienta en la mochila. Pero no querían vivir con miedo. No querían morir por su trabajo.
Viajaron a Cusco porque una amiga holandesa casada con un peruano las invitó. Coincidieron con una huelga general y no pudieron salir del valle. Así que aceptaron la invitación de la señora de la limpieza a conocer su comunidad, Sasicancha. En menos de un año Simone y Jolanda fundaron Por eso Perú! Y empezaron a montar el primero de los muchos huertos que ahora tienen repartidos en 11 comunidades por encima de los 3,700 metros de altura.
La labor de Por Eso! Perú
Con su trabajo, Por eso Perú! promueve la recuperación de la pachamama y ofrece una despensa natural de verduras y granos. El excedente de las verduras también sirve como fuente de ingreso a la comunidad y la nueva alimentación les ofrece notables mejorías a mediano plazo. La idea es capacitar al personal para que la asociación sea autosostenible en un futuro cercano.
“Estamos lejos del asistencialismo porque eso afecta la autoestima. Ellos tienen que cambiar su vida. Si solo das regalos nunca vas a poder cambiar la vida de nadie. Yo, al principio, quería regalarlo todo, pero esa no es la solución”, cuenta Simone.
El trabajo solidario no es una foto en un pueblo remoto. En la realidad, duermes mal, comes peor, te enfrentas a unas costumbres nuevas en un idioma que no es el tuyo y trabajas todos los días, sin descanso.
“Tenía una buena profesión, una casa, un buen sueldo y decidí ir por otro lado. Nadie estaba de acuerdo conmigo, ni mi familia ni mis amigos. Pero era mi vida. Ahora todos me han visitado, conocen el proyecto y están más tranquilos”, dice Simone.
Quizás lo más complicado del trabajo es mantener el foco en los objetivos del proyecto, en este caso la alimentación saludable de las comunidades. Sobre todo cuando son testigos de los males crónicos de la zona: el alcoholismo, los embarazos no deseados, la violencia doméstica o la falta de educación y de servicios sanitarios.
Para garantizar la seguridad alimentaria en las comunidades trabajan con los comuneros: construyen invernaderos y siembran los huertos. Además de las clases de agricultura y cocina, muchas veces remodelan las cocinas de los colegios o instalan cocinas nuevas. Una rama del proyecto desarrolla el programa de viviendas saludables, donde los miembros de una familia aprenden a mejorar sus condiciones de vida aislando la zona de cocina de las de vivienda y animales.
A partir del siguiente año, Simone se dedicará a supervisar la transferencia de responsabilidades a técnicos y profesores locales y se concentrará en la recaudación de fondos para ampliar el proyecto. Mantendrá su casa en Calca, donde vive con cinco perros, y viajará a Holanda de vacaciones. En su tiempo libre emprenderá viaje montaña arriba en busca de nuevas comunidades donde implementar más huertos. Donde solo sopla el viento y no llega más que el frío, ahí estará Simone.
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