La pandemia ha puesto en evidencia la “anormalidad” a la que nos habíamos acostumbrado, y el virus ha sabido aprovechar cada una de nuestras carencias para sembrar pobreza y muerte.
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La conferencia del presidente Vizcarra se materializó el sábado en un decreto supremo publicado bajo el título ambicioso de “Ciudadanía hacia una nueva convivencia social”. La fría y numérica denominación de las normas ha cedido lugar en este caso a un concepto que va más allá de consideraciones epidemiológicas y económicas para retomar una inspiración de cambio de mentalidades e instituciones, que en principio estaba asociado con la conmemoración de nuestro bicentenario. El concepto de “nueva convivencia” nació en el seno del Grupo Temático de ciencias sociales del Ministerio de Salud que rechazó la idea del retorno a una supuesta “normalidad”. La ministra de Economía y Finanzas respaldó esa tesis al afirmar que no era normal que “el Perú fuera el mejor país de la región en cuanto a sus indicadores macroeconómicos y uno de los peores por la mala calidad de sus instituciones y su servicio público”. Lo mismo podemos decir sobre la “normalidad” que vivíamos en otros aspectos, como la adaptación al cambio climático, la informalidad laboral, el caos del transporte público, el mal funcionamiento de la regionalización, la brecha digital, la falta de control sanitario en mercados, las carencias flagrantes en materia de vivienda y saneamiento. La pandemia ha puesto en evidencia la “anormalidad” a la que nos habíamos acostumbrado, y el virus ha sabido aprovechar cada una de nuestras carencias para sembrar pobreza y muerte. Diseñar los términos de una nueva convivencia significaría sacar lecciones de la desgracia que estamos viviendo, porque querámoslo o no, conmemoraremos el bicentenario bajo el impacto de haber sobrevivido dolorosamente al coronavirus.
El primer país que ha salido de la crisis con una verdadera idea de nueva convivencia es Nueva Zelanda. Bajo el liderazgo de la joven primera ministra Jacinda Ardern, el país oceánico venció al coronavirus en 50 días y ahora es observado con interés por otros países desarrollados que buscan inspiración para determinar lo que debe hacerse después. Ardern propone aprovechar la experiencia de la lucha contra el virus para optar por un cambio que responda a varios problemas a la vez: reducir la semana laboral a cuatro días. Inspirado por el historiador Alex Soojung-Kim Pang, el gobierno neozelandés aspira a que el tiempo libre beneficie el turismo interno, los cuidados familiares y educativos, así como las rentables actividades culturales, pero también a reducir el desempleo. No se trata solo de objetivos sociales, porque los que defienden la semana de cuatro días sostienen que es factor de aumento de la productividad de las empresas. Lo más importante sin embargo es la manera como Jacinda Ardern aprovecha el clima de post-pandemia para ceder a los actores sociales la toma de decisiones. Su objetivo es que empresarios y dirigentes sindicales se pongan de acuerdo para decidir juntos lo que conviene a todos, lo que conviene al país. Si lo logran, Nueva Zelanda será el primer país en aprovechar la pandemia para forjar cambios duraderos.
El ejemplo debe servirnos para promover una disposición al diálogo, al pragmatismo y al consenso, que ponga fin al germen de la división. Todos sabemos que entraremos a una campaña electoral bajo el signo del duelo y la recesión. Será fácil designar culpables, atizar el resentimiento, multiplicar las promesas inviables y labrarse un camino hacia el poder destruyendo las bases de una nueva convivencia democrática, que favorezca la productividad de nuestras empresas y la eficiencia del Estado. Si logramos consensos democráticos, habremos aprendido algo de la calamidad que estamos viviendo. Si no, conmemoraremos el bicentenario de nuestra Independencia tan mal como la comenzamos, a la merced de la improvisación, el populismo y la corrupción. Este jueves, recibiremos una primera señal, cuando el gabinete Zeballos se presente ante el Pleno del Congreso.
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