"Retablo", ópera prima de Álvaro Delgado-Aparicio, se estrenó en Netflix el 29 de julio. Ganadora de varios premios internacionales, la cinta ha despertado más de un comentario entusiasta. Pero ¿estamos ante uno de los mejores filmes que se hayan hecho en nuestro país? Aquí nuestro análisis.
La trama de “Retablo” se articula en torno a un secreto: el de Noé (Amiel Cayo), un hombre ayacuchano que instruye a su hijo, Segundo (Junior Béjar), en el arte del retablo. A este entrañable cuadro familiar se suma también Anatolia (Magaly Solier), madre y esposa abnegada. Pero conforme avanza la cinta, la armonía se va desdibujando, cediendo al horror que despierta la revelación del secreto.
Ocurre, entonces, la pérdida de cierta inocencia por parte de Segundo. La relación con su padre se va deteriorando y produce situaciones llenas de silencios incómodos, miradas penetrantes, desobediencias sin castigos y hasta agresiones. El machismo del pueblo pone a prueba a los personajes. Y con estos ingredientes, la ópera prima de Álvaro Delgado-Aparicio luce interesante, que toca fibras, pero su resultado, ya veremos, no es del todo redondo. Alejándola así del rótulo de una de las mejores películas peruanas.
En "Retablo", varias escenas parecen sacadas de un retablo. La posición de los personajes en el espacio y las composiciones visuales que Delgado-Aparicio idea para que miremos el drama de sus personajes terminan por ser redundantes. Este énfasis en la simetría de los encuadres les quita fluidez a varios pasajes de la historia, además de naturalidad. Incluso, en más de una situación, los movimientos de los actores lucen tan calculados como si los guiara un trazo de tiza en el suelo. La espontaneidad desaparece y para prueba están el Takanakuy, los bailes en la plaza o el linchamiento público.
Por ello, los mejores momentos de la cinta aparecen cuando vemos los recorridos erráticos de Segundo. En su mirada incómoda y su contenido grito de rabia no hay lugar para las impostaciones ni los reglamentos de dirección. Por el contrario, el filme adquiere nervio, como en ese pasaje potente en una cueva, que a su vez simboliza los tantos dilemas en que se encuentra este adolescente. O en la escena donde se pelea para defenderse de un ataque homofóbico: una expulsión del dolor que lo acecha.
A estos puntos altos también contribuyen las actuaciones de los otros dos principales. La presencia de Magaly Solier, su fuerza actoral, ofrece un dramatismo impecable en lo que toca a escenas de dolor. Amiel Cayo, también en estado de gracia, suma puntos con sus silencios, su fragilidad; un papel muy humano. Los dos hacen que, por momentos, se olviden las debilidades del filme.
El desenlace, donde lo luctuoso se convierte en redención, toca las fibras más sensibles del espectador. El mundo machista sigue ahí, hay que olvidarse de él. Ese retablo se cierra para no abrirse más.
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