Reviso fotografías de la última Bienal de Arquitectura de Venecia de hace dos años y me quedo un rato con la del pabellón holandés, donde la curadora Beatriz Colomina recreó la suite de la luna de miel de John Lennon y Yoko Ono, la histórica habitación 902 del Hotel Hilton de Ámsterdam. La exhibición incluye la cama en la que se acostó la pareja, rodeada de periodistas, posando para la famosa foto del 25 de marzo de 1969. La pareja se limitó a estar recostada sobre la cama —la prensa esperaba verlos hacer el amor— y a explicar que era un encierro por la paz, en directa alusión a la guerra de Vietnam. Permanecieron así por seis días y la idea era repetir la performance en Nueva York, cosa que no se pudo debido a que Lennon tenía prohibido el ingreso a Estados Unidos, por ser consumidor de cannabis. Así que fue Montreal la ciudad del segundo encierro, que incluso dio lugar a un documental.
¿Qué pretendió con esta exhibición la arquitecta y comunicadora Beatriz Colomina, fundadora y directora del programa Medios y Modernidad en la Escuela de Arquitectura de Princeton? Al respecto, la curadora explica lo siguiente: “Al retratar la cama como un escenario mediático, la pareja también presentó una actuación artística que se adelantó a su tiempo: ya en 2012, el Wall Street Journal escribió que el 80 % de los jóvenes profesionales de Nueva York trabajaban regularmente desde sus camas. Un hecho curioso, o el sueño de todos, es cierto que influir y dictar tendencias mientras se está cómodamente oculto es una realidad hoy en día”. Complementa esta apreciación el artículo publicado en el diaro español El País de junio del 2014 “Prisioneros voluntarios de la cama”, donde Colomina señala que “entre la cama en la oficina y la oficina en la cama, se ha creado una arquitectura horizontal totalmente nueva”.
Luego del prolongado encierro al que nos ha obligado la pandemia de COVID 19 —en Lima han sido ciento siete días y aún continúa en varias regiones del Perú—, muchos de los que han podido teletrabajar han construido de alguna manera esa arquitectura horizontal a la que se refiere Colomina. El resquebrajamiento de la separación de actividades —la cual fue el sustento de la ciudad moderna diferenciando las zonas residenciales de las zonas de trabajo— es quizá una de las primeras consecuencias de esta pandemia y eso redundará indudablemente en una reconfiguración y rediseño de la casa-habitación, que a la condición de residencia sumará la de lugar de ejercicio laboral. Una de las cosas que seguramente hemos valorado más en este tiempo de encierro es la cantidad de actividades que hemos podido hacer desde casa, incluyendo reuniones que antes nos demanadaban un gran desplazamiento por la ciudad con la consecuente pérdida de tiempo, especialmente en ciudades como Lima, con uno de los peores tráficos del mundo.
Trasladarse poco es una de las recomendaciones que hemos estado haciendo los urbanistas cuando hemos sido requeridos sobre cómo enfrentar la ciudad pos-COVID-19. La “nueva normalidad” ha sido una forma de poner en práctica algunas ideas referidas a la ciudad compacta, donde el trabajo y los servicios estén cerca de la vivienda. La tecnología indudablemente permite que esa “distancia” sea nada. Si esto sucediera, ¿serán nuestras calles unas desolation rows, como dice la célebre canción de Bob Dylan que tanto le gusta a Joaquín Sabina? Creo que no.
El necesario espacio público, por el que hemos abogado tanto arquitectos y urbanistas en los últimos años, se mantiene y es tremendamente importante para conectar actividades dentro de esa ciudad cercana. Además, debe ser el espacio natural de expansión, sobre todo cuando se haga necesario salir del aislamiento que supondrá las muchas horas de estancia dentro de nuestras viviendas-trabajo.
Además de ser imposible prescindir del espacio público, creo también que debe recuperarse la conciencia de barrio como célula urbana. Vecindarios que se conozcan y protejan con un fuerte sentido solidario. La ciudad compacta, la ciudad de los quince minutos, será aquella donde uno pueda residir, trabajar, abastecerse y recorrer a pie o en bicicleta. Si los barrios fueran autosuficientes con sus bodegas y pequeños negocios, como lo eran antes, no habría que ir tanto a los mercados, que de momento han sido los principales puntos de concentración y contagio. Para que esto sea posible, se requiere cambiar los planes de zonificación a fin de convertirnos en una ciudad de usos mixtos, con edificios de usos mixtos y con calles que sean verdaderos espacios públicos y no solo vías de tránsito de vehículos.
Por mucho confinamiento que hayamos tenido, los “peces de ciudad” —vuelvo a Joaquín Sabina— no podemos vivir tanto en los acuarios. Necesitamos nadar.
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