Me ha costado escribir esta columna. No ha sido fácil elegir el tema. He querido ser más positivo. En medio de la noticia que el Perú pasó las 100,000 muertes, en medio de una nueva cuarentena, en un contexto en el que millones de peruanos van a esperar dos semanas para recibir una ayuda que les permita comer y otros cientos de miles serán olvidados por completo por un estado incapaz, un modelo económico que se sostiene en ideas desactualizadas del goteo de la riqueza, una sociedad civil desorganizada y medios que apenas pueden reportar el momento.
Comentar sobre uno u otro candidato se siente inútil. Considerar las propuestas de uno u otro, irrelevante. Hacerles recomendaciones … ¿para qué?
El país está dividido. El uso de la ivermectina es el más reciente en una larga lista de temas conflictivos.
Los peruanos nos enfrentamos a una elección condenada al fracaso. Una tragedia peruana.
Pienso que es mejor prepararnos para lo peor. Las elecciones darán paso a un crudo invierno – literal y figurativamente.
Gracias a la reforma populista de Vizcarra que propuso la no reelección, nos espera un Congreso de la República compuesto por amateurs de la política – algunos con buenas intenciones y otros con capacidad y experiencia sectorial pero, la gran mayoría, con ninguna de las dos: ni buenas intenciones ni capacidad. Además, un Congreso dividido en bancadas apenas capaces de llamarse bancadas – y tengamos por seguro que se van a dividir aún más ante la primera decisión importante (o decisión, a secas) porque muchos de los congresistas elegidos serán invitados a las listas, sin responsabilidad partidaria ni coherencia ideológica.
Un Congreso que además carecerá de la capacidad de representarnos por esa ridícula valla y la forma en la que se reasignan los votos entre los que sí la pasan. Así pues, el Congreso que nos espera será nuevamente un mundo paralelo al de la realidad nacional. Un lastre.
A cuatro cuadras de ahí, el centro de gobierno no pintará mejor. Todos los escenarios que nos esperan son deplorables.
De seguro, gobierno sin una mayoría de trabajo en el Congreso. Y muy probable un gobierno de minoría absoluta. Pero de todas maneras un gobierno por el que la mayoría de los peruanos no votó y, de hecho, votó en contra en la primera vuelta.
Además, dependiendo de quién sea elegido nos gobernará un gobierno populista (de un lado o del otro), moralmente incapaz (si seguimos con la costumbre debiéramos vacar preventivamente), amateur, sin representatividad nacional, corrupto y hasta criminal. Y con el pasar de los días seguramente iremos comprendiendo que cualquiera que sea elegido tendrá un poco de todo esto.
Los técnicos que quieran sumarse tendrán que hacerlo argumentando que lo hacen “por el bien del país” pero entrarán a sus despachos rodeados de abogados amigos que les quitarán la tinta de sus lapiceros, por si acaso – “firma y vas preso,” será la advertencia.
Se forjarán alianzas estratégicas para sobrevivir. El electorado, que votó por el mal menor por enésima vez, se sentirá traicionado, por enésima vez. Nuevamente seremos gobernados por un presidente impopular al que abandonan sus aliados. Saldrán a la luz todos los esqueletos escondidos en el closet de campaña.
Un presidente o presidenta, impopular, cuya labor y vida privada serán fiscalizadas por un Congreso impopular.
Y ambos serán odiados por una población cansada, desganada, decepcionada; muchos pensando en que “este país ya no tiene remedio” y pidiendo, una vez más “que se vayan todos”.
¿Podemos ser más optimistas? ¿Cómo cuando celebrábamos que el Perú sí podía o que éramos candidatos para la OCDE o que Lima era una ciudad para todos? Creo que se puede ser optimista, sí; pero no hay que ser iluso.
Hace unos años, mirando las calles de Dhaka, desde la azotea de un hotel, pensé que no podía existir un futuro en el que esa ciudad pudiese parecerse a una ciudad europea; imposible. Pero me era también imposible pensar un futuro en el que Dhaka se pudiera parecer a Kuala Lumpur o Bangkok. Ello requeriría un shock cultural, económico, político – por no mencionar la inimaginable inversión en infraestructura que ello requeriría. Imposible también.
Pobres los residentes de Dhaka, pensé.
Pero al poco rato mis pensamientos se reencontraron con Lima y con el Perú. Entonces, y hoy, no me puedo imaginar un futuro en el que Lima pudiese parecerse a Bogotá, Santiago o Buenos Aires – no vale la pena ir más lejos. Estamos en una trayectoria descendente. Y lo mismo pasa con el país. De nada sirve pretender.
No hay visión de un mejor futuro que pueda aguantar el análisis más básico. Los ejercicios académicos de imaginarse un mejor futuro (un mejor Perú al bicentenario) de hace unos años no fueron más que eso, académicos. Este es un país en el que la Avenida Javier Prado, al lado del centro financiero, donde se mueven las mayores riquezas de las empresas y personas más ricas del Perú, carece, desde hace por lo menos dos años, de carriles debidamente pintados. Donde todo se puede, nada se puede.
La elección de abril, tal como ha sido planteada, con las opciones que tenemos, las reglas del sistema político actual, el contexto en el que vivimos, es un hoyo profundo en el que estamos condenados a caer, esta vez sí, con los carriles bien pintados y perfecta señalización para que no perdamos el rumbo. No hay escapatoria.
Y esta vez, dudo mucho en nuestra capacidad de empujar la roca hasta la superficie. Creo que nos quedaremos ahí.
Preparémonos para vivir bajo el peso permanente de una roca que nos hemos tomado doscientos años en forjar.
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