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El autosabotaje de la humanidad

Del cáncer al cambio climático, aparecen cada vez más pruebas del autosabotaje de la humanidad, a nivel individual y colectivo. La voluntad de desaparecer, el goce de la auto-aniquilación, no ha sido muy estudiado hasta ahora. Pero la ética tiene que enfrentar este curioso problema: la voluntad humana de poner fin a la humanidad.

Un equipo de investigadores dirigidos por la Dra. Claire Magnon (Instituto Nacional de la Salud e Investigación Médica – INSERM, Francia) acaba de descubrir que el cerebro puede hacerse cómplice de ciertos tipos de cáncer, mandando vía la sangre neuronas bebés al tumor para “ayudar” a que se desarrolle y agreda al cuerpo. O sea, el cuerpo pondría todos sus recursos a disposición de lo que lo mata, incluso neuronas traidoras. Este extraordinario descubrimiento abarca por lo menos al cáncer de próstata, seno y melanoma. ¿Desde qué pulsión de autosabotaje nuestro propio cerebro, altar de nuestra conciencia, trabaja a veces secretamente a su propia muerte?

Se conocen la “pulsión de muerte” y los “actos fallidos” que Freud estudió como patología cotidiana de la psique humana. También se lamenta desde siempre ese afán destructivo de las guerras, fratricidios y corrupciones de todo tipo, cánceres sociales de la humanidad. Recientemente, nos hemos dado cuenta que la economía y lo que llamamos equivocadamente el “desarrollo”, se han vuelto insostenibles y socavan los fundamentos planetarios de la vida humana: cambio climático, contaminación ambiental, pérdida de biodiversidad, trastornos ecológicos, junto con la explotación laboral y la esclavitud moderna, constituyen el cáncer económico que nos conduce todos a la desaparición total (si no hacemos nada ya) desde la alegría del “éxito” industrial capitalista y consumista. ¡Menudo descubrimiento de que el auto-sabotaje también se da en lo más íntimo de nuestros humores bioquímicos! Por todas partes, la humanidad se traiciona a sí misma.

Si desde el lado soleado de nuestra conciencia, todos queremos paz, amor, vida y bienestar para nuestros hijos, parece ser que desde el lado oscuro de nuestro inconsciente corporal, psíquico, social y económico, nos atrae la autodestrucción, el sabotaje, la traición y el cierre final de esta triste farsa que es la humanidad. Traicionados en grande por los efectos colaterales planetarios de nuestros (aparentemente) inocentes actos productivos y de consumo, somos también traicionados en pequeño por los ardides celulares de nuestras intimidades orgánicas, que se suponía debían querer vivir.

Ante el problema inédito de nuestra insostenibilidad global, empezamos poco a poco a entender la necesidad de una ética planetaria, desde los valores de la sostenibilidad y la armonía.
Ante el problema inédito de nuestra insostenibilidad global, empezamos poco a poco a entender la necesidad de una ética planetaria, desde los valores de la sostenibilidad y la armonía. | Fuente: Freeimages

Este problema no debe ser confundido con aquel de la maldad: es malo aquel que contraviene a la ley moral y comete una fechoría, en general hacia los demás, para su propio beneficio. Aquí, al contrario, hablamos de un daño contra sí mismo: el cuerpo se autoaniquila con el cáncer, la humanidad se autodestruye con la economía global. Tampoco se trata del clásico problema del suicido, que implica conciencia y voluntad de matarse por desesperación; ni tiene que ver con la drogadicción, que también es consciente, aunque compulsiva. Estamos ante un curioso problema ético de una fuerza inconsciente individual y colectiva que busca la desaparición del individuo y de la humanidad entera. Es un problema de ética de la sostenibilidad, no de virtud y voluntad personal. Sólo se puede entender desde una ética que yo llamo en tres dimensiones articuladas a la vez: virtud personal, justicia social, sostenibilidad planetaria.

Ante el problema inédito de nuestra insostenibilidad global, empezamos poco a poco a entender la necesidad de una ética planetaria, desde los valores de la sostenibilidad y la armonía. El filósofo alemán Vittorio Hösle pregunta en su libro “Filosofía de la crisis ecológica”: “¿Quién sería perjudicado si la humanidad decidiese hoy unánimemente suprimirse a sí misma?”. Pues, creo que la respuesta a esta pregunta es la siguiente: los más perjudicados serían nuestros antepasados, por todos los esfuerzos que han hecho para que existamos y podamos disfrutar de un bienestar construido en siglos. El fin de la aventura humana sería una vergonzosa acción en contra de todas las personas de bien que han trabajado y trabajan para una humanidad mejor: los artistas creadores de belleza, los resistentes a la opresión, los defensores de los derechos humanos, los cultivadores de papas y kiwicha, los padres atentos que cuidan a sus hijos, todos héroes anónimos de la pulsión de vida.

Si admitimos esto, significa que la ética de la sostenibilidad nos impone un deber universal: “Debe haber un futuro” (Hans Jonas), es decir que debemos cuidar juntos la perpetuación y el buen vivir de la humanidad, en un planeta tierra acogedor y una sociedad justa. Ese deber de sostenibilidad, a su vez, nos obliga a luchar contra estas fuerzas inconscientes en nosotros que aspiran a la desaparición y contra los poderes económico-políticos actuales que no quieren de una transición ecológica de la economía mundial, porque aprovechan de la situación de insostenibilidad que les es rentable.

Contra las fuerzas de auto-destrucción individuales y colectivas que animan la humanidad, solo el amor nos puede salvar. La respuesta suena cursi, pero es la verdad: necesitamos mucho amor a nosotros mismos y a la vida para luchar personalmente contra el cáncer cuando surge. Del mismo modo, necesitamos mucho amor a la humanidad y a las generaciones venideras (cuya existencia o no depende enteramente de nuestras decisiones económicas y políticas actuales) como para reorientar la economía global hacia la sostenibilidad: una economía que repare al mundo, es decir que extraiga la plusvalía del hecho de mejorar la sociedad y el medioambiente, en lugar de obtener beneficios privados a costa de un empeoramiento general de la situación.

El amor a la humanidad no está muy difundido en nuestra época en que se nos vende la idea del “transhumanismo”, de los superhéroes tecnológicos mutantes, ideología proveniente directamente de la voluntad de acabar con la humanidad, de superarla hacia un ser que dicen más “perfecto”. Debemos, a pesar de todo, admirar al ser humano tal como es, y valorarlo para salvarlo, porque somos también una especie en vía de extinción, y la perfección tecnocientífica del transhumano será sin duda algo más espantoso que amable. El amor a la maximización y la optimización hace detestar fácilmente a ese ser humano frágil, imperfecto, vulnerable y limitado. El afán de poder y de satisfacción inmediata hará siempre preferir a las máquinas, las artificialidades que llamamos ahora “inteligentes”, porque computan más y mejor. Les invito a meditar la diferencia que hay entre las películas de superhéroes de hoy y los cuentos populares de antaño en los cuales el héroe siempre era un ser frágil, débil, pequeño, inocente, pero animado por el arrojo, la valentía y la generosidad, y lograba vencer al ogro, la bruja, el dragón y su propio miedo.

No debemos olvidar la advertencia de la gran filósofa Hannah Arendt, fina pensadora del totalitarismo: el mal radical es el hecho de hacer de los seres humanos algo superfluo. Pues este mundo transhumano que se avecina no tardará en hacernos superfluos, ante sus superhéroes computacionales. Por donde lo miremos, el problema ético fundamental de la humanidad, en su cuerpo, su economía, su política, su imaginario colectivo, es de resistir a la tentación del auto-sabotaje, auto-desprestigio y huida hacia el suicidio colectivo. Mucho amor, vamos a necesitar mucho amor.

El gran economista ecológico Georgescu-Roegen (que por desgracia nadie lee ni enseña en nuestras universidades) decía: “Todo ocurre como si la especie humana hubiese decidido elegir una vida breve y excitante, dejando a las especies menos ambiciosas una existencia larga pero monótona.” Efectivamente, en lugar de la sobriedad feliz y una ética del “me basta”, preferimos el derroche, la expansión ilimitada y la omnipotencia, pensando que “más vale más”. Además, nos importa poco o nada el futuro lejano, nos fijamos en el ahora, y las transformaciones silenciosas que corroen nuestro porvenir no hacen noticia. Ojalá podamos transmitir a la nueva generación de jóvenes el amor a la Tierra y a la Humanidad en la Tierra, como los antiguos peruanos sí lo sabían hacer desde la celebración agradecida a la Pachamama, la fiesta y la danza colorida. Mucho amor, vamos a necesitar mucho amor.

 

NOTA: “Ni el Grupo RPP, ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma.

Profesor de ética y responsabilidad social de la Pacífico Business School de la Universidad del Pacífico. Doctor en Filosofía por la Universidad de París Este (Francia) y máster en Filosofía por la Universidad de Nantes (Francia). Presidente de la Unión de Responsabilidad Social Universitaria Latinoamericana (URSULA).

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