Aprovechando el inicio del 2020, me permito compartir una apreciación respecto de las distorsiones y perjuicios del abuso de las metas, especialmente en materia económica y políticas públicas. Para ello, trataré tres casos: el crecimiento del PBI, el déficit fiscal convencional y la recaudación tributaria. Mi hipótesis es que la fijación inapropiada de metas distorsiona el diseño de estrategias y profundiza la valoración de lo inmediato a costa del largo plazo; penaliza los sacrificios en pro del desarrollo.
Desde que somos estudiantes de economía hay preguntas que todos nos hacen: qué le pasará al dólar (especialmente entre quienes sufrieron de la hiperinflación) y cuánto crecerá el PBI. Esta última pregunta es la que se ha vuelto más popular en los últimos años. Esto se ha vuelto difícil tanto para los entes como el BCRP y el MEF como para los centros de investigación, pues prevalece el componente externo cuyo impacto es naturalmente más incierto. Nos hemos acostumbrado a escuchar que tenemos más de una década de crecimiento sostenido y que incluso crecemos más que los “vecinos”. Ambos “logros” dejan de serlo cuando los vemos comparativamente; en primer lugar, lo que importa es crecer a una sostenida velocidad de crucero y no “dando tumbos”, con marcados altibajos. En segundo lugar, no sería correcto compararnos con países “vecinos” pues lo que importa es el producto potencial y la brecha producto. Además, lo que importa es a cuánto deberíamos estar creciendo para acortar las distancias con otros países en mejor nivel de “desarrollo”.
El énfasis en el simple crecimiento nos esconde todas las debilidades institucionales, baja productividad laboral, escasa calidad de infraestructura, elevada desconfianza en instituciones, entre otros. Perdemos de vista que lo que realmente cuenta es la calidad del crecimiento, por ejemplo el grado de diversificación productiva, el aumento de la productividad, etc. Solo la meta de crecimiento del PBI nos enfoca en jugar con los componentes del lado del gasto como inversión pública y/o privada o el gasto público y se privilegian los logros de corto plazo y no las transformaciones productivas sostenibles e inclusivas.
Respecto de la meta de déficit fiscal, tenemos también el riesgo de grave distorsión. Una meta simple de trayectoria de déficit fiscal no considera la calidad de la política fiscal para alcanzarla. El MEF podría llegar a alcanzar una meta de reducción de déficit no por mayores ingresos fiscales permanentes, sino por menores gastos, por menor ejecución. Esta última forma es altamente costosa en términos de bienestar, pues las grandes brechas sociales exigen el máximo uso de los recursos fiscales que una sido recaudados a un alto costo.
Una meta de déficit convencional esconde el hecho de que en momentos de expansión podríamos caer en la tentación de gastar más (prociclicamente), afectando la posición fiscal de las autoridades futuras. Recordemos que en el año 2016, el Ministro Thorne consideró necesario relajar la meta fiscal que había implementado el gobierno de Ollanta Humala, llamada regla ex ante de déficit estructural. Esta regla reducía la prociclidad del gasto fiscal y promovía el incremento más saludable de los ingresos fiscales permanentes. Hace pocas semanas, el actual MEF ha flexibilizado la trayectoria del déficit fiscal convencional, pues la evidencia demuestra que como los ingresos fiscales no se han incrementado lo suficiente, no se podría cumplir el -1% de déficit al 2021 sin afectar el gasto de capital (inversión pública). Sin embargo, ya el Consejo Fiscal ha advertido que este ajuste implica riesgos también.
Esto último me lleva al tercer caso, el referido a la recaudación tributaria. El sesgo de reducir el déficit fiscal convencional ha enfocado la preocupación en lograr una meta de mayor recaudación tributaria. Aunque ello no es inadecuado en sí mismo, vuelve a desenfocar la atención respecto de la calidad de dicho incremento, es decir, las fuentes, así como de su sostenibilidad. Una meta simple de mayor recaudación no valora adecuadamente la necesidad de reducir el incumplimiento tributario, tampoco de corregir la fuerte regresividad de nuestro sistema (mayor preponderancia de impuestos indirectos sobre directos en la recaudación) y la consiguiente reducida base tributaria. En otras palabras, el énfasis en la cantidad nos sesgaría a aplicar estrategias de fiscalización y control más que a pensar en replantear el diseño del sistema; a hacer solo parches y no a darnos cuenta de que tenemos un sistema casi invariable por 30 años, donde aún no se conocen las verdaderas causas de la reducida base tributaria.
Los urgencia del Perú por salir de la “trampa del ingreso medio” exige un Estado capaz de comprender y aceptar las verdaderas causas de los problemas públicos, diseñar e implementar soluciones robustas y explicar a los ciudadanos que mejorar el state building permitirá mayor bienestar para las próximas generaciones de peruanos, apostando por ver más allá de simples metas de eficacia.
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