La enfermedad avanza a pesar de las medidas y los esfuerzos del Gobierno por contenerla. De acuerdo con los últimos reportes, el trabajo conjunto del Ejecutivo, los gobiernos regionales y otras instituciones públicas, sumadas a las energías desplegadas por la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas no ha podido evitar que los infectados se cuenten por miles en la sexta semana de aislamiento y cuarentena: 17 837 infectados no es poca cosa. En su fuero interno, a nadie le será indiferente el hecho de haya 484 fallecidos por esta enfermedad que apenas la ciencia empieza a conocerse.
Si bien los recursos y la agencia del Estado se han revelado exiguos para evitar los focos infecciosos, una buena parte de la ciudadanía ha preferido el escepticismo, la indiferencia y la estolidez para justificar su actitud poco colaborativa.
Quizá no sea de extrañar. La corrupción no solo anida en las instituciones públicas y privadas. También está naturalizada en la mentalidad del ciudadano de a pie y lo inhibe de reconocer el bien común ¿Cómo podría, si en la calle se percibe a sí mismo rodeado de extraños con los que, al parecer, no tiene ningún vínculo, más allá del hecho fortuito de compartir la misma nacionalidad y, acaso, la misma cultura?
El capitalismo neoliberal que rige nuestras relaciones económicas y sociales logró disolver el espacio público con muchísimo éxito: la opresión sistemática apuntaló un individualismo egoísta e insolidario que le volvió la espalda a todas las justas reivindicaciones colectivistas. Sumado a ello, la pseudociencia también ganó terreno e hizo prosperar la incredulidad abiertamente hostil contra la evidencia científica. De mantenerse inflexible esta actitud nociva y relajarse las medidas de aislamiento, los infectados y fallecidos podrían incrementarse exponencialmente en las próximas semanas, como ha sucedido en otros países.
¿Cómo explicar esta situación crítica que hace aún más álgida y dolorosa la crisis sanitaria? De momento no hay puntos de apoyo claros para elaborar una respuesta convincente. Pero algo podemos vislumbrar. De acuerdo con Hobbes, la teoría política clásica suele concentrarse en el interés por el diseño de sistemas modélicos que, a pesar de sus múltiples y profundas diferencias, comparten indistintamente un elemento indispensable: el principio de legalidad y su correlato ineludible, el respeto humanamente razonable de la ley.
Abstrayendo la realidad sociocultural de cada gobierno, único en su especie, los críticos de los sistemas políticos modernos, por más contradictorios que parezcan sus argumentos, asientan su antagonismo en la idea de que el respeto a la ley unifica a la sociedad: la igualdad ante la ley valida el pacto social y compele a gobernantes, instituciones y ciudadanía a su observancia y su respeto irrestricto, sin excepciones. Claro que Hobbes no ignora que ley y justicia no siempre van de la mano, que incluso pueden ir en sentido contrario, pero invita a pensar esta pregunta: ¿qué hace sustentable a la sociedad como organismo político, económico, jurídico e incluso psicológico? Y si la ley se hace para proteger la vida, ¿por qué no acatarla, por qué resistirse?
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