La corrupción impacta sobre los derechos humanos: una mayor conciencia de ese impacto puede ayudar a sentar la base para una política anticorrupción integral, viable y sostenible en el tiempo. En esa lógica, incorporar el enfoque de derechos humanos de una manera transversal a los poderes del Estado puede contribuir a la transparencia en la gestión pública.
Coincidimos con el gran filósofo Friedrich Nietzsche en que la política recta y justa busca hacer llevadera la vida para la mayor cantidad de personas. En cambio, la corrupción y su impulsora, la pseudopolítica, procuran el beneficio impropio, egoísta y unilateral de unos cuantos en perjuicio de la mayoría. Si bien podemos pensar que en la mayoría de los casos la corrupción tiene un factor económico (desvío de fondos que podrían ser recuperados más adelante), tenemos que reconocer que no es en modo alguno el único factor ni tampoco el más determinante. La corrupción tiene otras aristas.
La corrupción también es moral, política y social. Es moral, porque logra inocularse como un virus en la subjetividad y causa que la persona diluya sus valores (integridad, honestidad, entre otros) y opte por lo indebido, lo injusto, lo ilícito y lo ilegal. La política, en consecuencia, se corrompe cuando se desdibuja y se tergiversa: ya no sirve al bien común ni a la vida compartida, sino que se trastorna y se convierte en instrumento pernicioso empleado para vulnerar los derechos humanos. En el plano social, ello fomenta un individualismo malsano que resquebraja algo fundamental para la vida en sociedad: la confianza y la buena disposición para la colaboración y la cooperación mutuas. La corrupción es antidemocrática porque pretende hacernos creer que la sociedad se basa más en un principio de dominación que en un principio de asistencia recíproca. Después de todo, ninguna persona se basta a sí misma lo suficiente como para prescindir de cualquier tipo de ayuda de los demás, los otros.

Los estudios recientes sobre la corrupción destacan, además, el factor ético como una forma de contener la corrupción: no solo se trata de frenar el avance de la corrupción, sino de combatirla hasta reducirla a su mínima expresión y finalmente extinguirla. No es una utopía. No lo será mientras se siga apuntalado la lucha contra la corrupción, que se da en dos frentes simultáneamente: el frente práctico-legal, con la persecución, captura y judicialización de los corruptos, y el frente intelectual, donde se explica las causas y las consecuencias de la corrupción sobre los derechos de la ciudadanía y del Estado.
En esa línea podemos considerar como un gran aporte el libro editado por Carlos Tablante y Mariela Morales con el título Impacto de la corrupción en los derechos humanos (México: Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, 2018), que se nutre de colaboraciones críticas de especialistas de reconocido prestigio a nivel iberoamericano y que muestra las situaciones problemáticas de Brasil, México, Venezuela, Guatemala y Perú en torno a la corrupción. Esta columna invita a su lectura: el libro contiene insumos suficientes para un estudio comparado y para que los lectores aten cabos en su comprensión crítica. Si tomamos conciencia de la real envergadura de la corrupción y mensuramos su impacto nocivo podemos hacernos una idea de la brecha que debemos superar. Luchar contra la corrupción es lo inherente al Estado de derecho, garante por antonomasia de los derechos humanos.
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