El bienestar y la paz social son ideales universalmente perseguidos. Sin embargo, tales aspiraciones no siempre tienen caminos sencillos y libres de accidentes. Hay situaciones en que lo correcto es alzar la voz cuando queremos manifestar nuestro descontento, manteniendo la mesura y no como justificación del terror o el desorden social, sino en nombre de la justicia y el buen desempeño de los funcionarios del Estado.
Que un pueblo pueda recurrir a la insurrección, en una democracia, es precisamente lo que nos separa de regímenes despóticos y verticales. En otras formas de gobierno, el o los que dirigen el destino de un grupo humano, no tienen coincidencias con los gobernados, pero en una democracia “representativa” dicho aspecto es esencial. En mandatos ilegítimos, o cuando un mandato legítimo adopta elementos ilegítimos, de acuerdo con John Locke y otros, los gobernados tienen el derecho a rebelarse y desobedecer un gobierno que quiebra las convenciones sociales mediante un Estado que, por ejemplo, no cumpliera con sus funciones administrativas de modo transparente ni efectivo.
Veamos dos ejemplos: la constitución de Estados Unidos plantea lo siguiente sobre la igualdad y la libertad: “(…) cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios (…).
Por otro lado, el segundo ejemplo es más cercano y se encuentra en nuestra propia constitución, en donde el artículo 46, sobre el derecho a insurgencia, refiere lo siguiente: “Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y de las leyes. La población civil tiene el derecho de insurgencia en defensa del orden constitucional. (...)”
Quebrar el orden constitucional o asumir funciones públicas en detrimento del mismo supondría, por ejemplo, beneficiar intereses privados arreglados por debajo de la mesa en lugar de buscar el sincero desarrollo del país de modo transparente, como, podría darse en el caso hipotético de congresistas aliados a intereses pesqueros, mineros o corporativos, o, si buscaran tomar el control de una institución de fiscalización de calidad educativa, como, digamos, la Sunedu, y que además fuera un esfuerzo realizado por sujetos con estudios dudosos en instituciones cuestionables, y, que hasta en algunos casos, tienen por sí mismos a su mando, instituciones educativas, o bien, acusaciones de estudios falsos. O, por ejemplo, al blindar a sus amigos e intereses del brazo de una justicia que tarda, pero llega. Tal sería el caso de ciertas comisiones investigadoras, que en lugar de investigar (función que posee otro brazo del estado), se dedique a fines políticos y funcionen como escudo de quien ha afrentado al país de modo directo. Si no queda claro, pensemos en la censura de la libertad de expresión, el cuestionamiento a las encuestadoras, la incapacitación del estado para comunicarse libremente por canales tradicionalmente usados, o, secundar las acciones de violencia física y psicológica a la mujer en que podría incurrir algún “padre” de la patria, y que, en lugar de dar un mensaje de rechazo a tales actitudes, por el contrario, se le conceda impunidad frente a toda la nación.
Tales, y otras actitudes que nos podrán resultar familiares suponen una afrenta a lo que nos debería representar y son por sí mismas, violaciones no solo a la constitución, sino a los valores morales, que hoy vemos pervertidos. No queremos decir que debe haber una moral absoluta, o que todos debamos ser iguales, en una nación cuya riqueza es la pluralidad; pero de tolerar identidades, libertades de culto y opiniones, a blindar a agresores sexuales, enemigos de la justicia pública o pervertir la función, hay un trecho tan amplio que nos permite explicarnos el razonable descontento popular. En ese sentido, no solo no es ilegal protestar, sino que hasta a veces es necesario, (sin tener que recurrir a la violencia, ni al vandalismo).
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