Las medidas de control epidemiológico impulsadas por el Gobierno requieren la colaboración y el compromiso de la ciudadanía para evitar la difusión y propagación del coronavirus. ¿Sabrá la ciudadanía estar a la altura del desafío? Finalmente, se trata de cuidar la salud de todos. El hecho social es que el coronavirus, que hace algunas semanas era una noticia lejana sobre una plaga que asolaba una ciudad atemporal de la China ancestral, ahora es una realidad patente que dinamiza los esfuerzos del gobierno.
La situación es inédita. El coronavirus define un contorno más del siglo XXI, uno que se parece mucho al de siglos pasados en cuanto pone en evidencia, dolorosamente, la precariedad del sistema de salud y la profunda desigualdad social. Quienes solo miran estructuras solo ven el impacto económico, político y social. Pero también hay impacto psicológico y ético, que son aspectos que destacan la responsabilidad para con la salud. El coronavirus nos expone a una experiencia colectiva nueva: nos abre a un nuevo horizonte de reflexión. Se trata de la primera experiencia epidemiológica global de la que tenemos noticia de primera mano.
Quienes pensaron que era cuento chino, que no llegaría a las riberas del Pacífico, el coronavirus aparece como un elemento de la realidad que trastorna sus planes inmediatos. Trabajar, estudiar, divertirse, protestar: todo queda para después de la cuarentena. Los que anhelaban vacacionar en las playas de pronto tienen que quedarse en casa y hacerse a la idea de que la cuarentena ya empezó. Los más laboriosos, madrugadores que se meten como pulgones apretados en los buses que atraviesan la ciudad (se ven forzados a viajar así todos los días porque este país no les brinda un transporte digno), no se resignan a dejar de lograr un jornal y se las ingenian, con sus empleadores, para que la orden de inamovilidad no interrumpa la producción: el teletrabajo, apuntalado con el desgaste de los freelancers, es descubierto ahora por la burocracia mesocrática, que descubre también el tiempo libre, pero en el confinamiento.
Desde que el coronavirus surgió en la ciudad de Wuhan, en China, parece que solo era cuestión de tiempo que se expandiera a escala global y que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia. Al cierre de esta columna el gobierno informa que se elevan a 145 los casos confirmados con nuevo coronavirus en el Perú y anuncia un bono de 380 soles para las familias vulnerables. Entre tanto, el paciente cero fue dado de alta. Según cifras consolidadas por la Universidad John Hopkins de Baltimore, EE. UU., a nivel mundial se han registrado 181.165 casos confirmados y 7.114 muertes por coronavirus. España, Corea del Sur, Alemania, Francia y EE.UU. reportan miles de casos confirmados. En estos y otros países la tasa de mortalidad es considerablemente baja. La morbilidad está focalizada. Después de China (81.032), el país más contaminado con la virosis es Italia (27.980). Detrás de ellos va Irán (14.991). 6,228 víctimas mortales solo en estos tres países es una cifra elevadísima.
Con ser un virus relativamente nuevo, está bien estudiado su origen, su evolución, su expansión. En cuatro meses ha logrado envolver el globo terráqueo con su presencia mimética y sutil que simula un resfrío común, cuyos síntomas hurta para pasar desapercibido y sin mayor importancia. Pero no es poca cosa. La Organización Mundial de la Salud activó a tiempo sus protocolos frente a la entidad patógena.
Las alertas están activas: registran cambios e informan de la evolución de los pacientes. La nuestra es una época de cambios. Costumbres arraigadas y asimiladas al punto de parecer naturales de pronto se trastornan por la presencia del coronavirus y su peligroso impacto sobre la vida humana.
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