“Larga, pesada, brumosa, asfixiante, descabalada, paradojal, estéril, contradictoria, ilógica, soporífera, inquisitorial, palurda y canija”, son algunos de los adjetivos utilizados por Abraham Valdelomar para describir una de las sesiones del Parlamento en 1916, cuando trabajaba como corresponsal del diario La Prensa. La tarea que le habían encargado sus jefes de redacción era ofrecer una mirada más fresca sobre las tediosas y a veces interminables jornadas en las que los diputados sustentaban sus propuestas o defendían los intereses de su partido. En más de una ocasión, lo escuchamos quejarse de los padres de la patria, cuyas intervenciones no hacían sino provocar el sueño a sus colegas, a los visitantes y hasta a los mismos periodistas. Pero no todos los días eran iguales en la cámara y había sesiones en las que se escuchaban protestas, gritos, puñetazos, campanilla presidencial y estruendo de barra. Para el joven periodista iqueño, estos debían ser los mejores momentos: “no hay duda de que entre el cinema y el Parlamento, se debe optar por el Parlamento”.
Las crónicas parlamentarias de Valdelomar nos llevan al centro mismo de la vida política de la República Aristocrática, pero no tienen intención alguna de tocar los grandes temas relacionados con la marcha país. Por ahí se hace referencia a un diputado que quiere prohibir la venta del opio, a otro que quiere impulsar la producción de arroz en Chiclayo y a otro más que quiere apurar la votación para el nombramiento de una larga lista de militares, pero esto no lo es lo más importante. Lo que más le llama la atención al escritor son las pequeñas situaciones, detalles y otros aspectos de la vida cotidiana que convierten el día a día de los diputados y senadores en algo más interesante que la de estar sentados durante toda la sesión. Por medio de la ironía, la exageración, la parodia y muchos otros recursos de su pluma, Valdelomar hace un retrato de lo más pintoresco y realista de la vida de los hombres del Estado. “El señor Balbuena (...) es el único, el primero, el mejor, el irremplazable ciudadano que debe representar a la capital en el Parlamento”, dice el escritor después de recibir como regalo un reloj Walthans Longines de este diputado. Tampoco deja de expresar sus preferencias entre unos y otros: “Los senadores son más cariñosos que los diputados. Son acogedores, obsequiosos. Cada vez que entramos a la Cámara, salimos con la cara hecha pascuas y los bolsillos llenos de bombones”. No obstante, la amenaza de los discursos siempre se encuentra al acecho. Ante el largo y aburrido discurso del diputado Secada, sus colegas parlamentarios y amigos periodistas no se resisten a “cabecear”:
Cabeceaba desde su banco, con rostro apimentado, el señor Ráez. Cabeceaba, resignado, el señor Aramburú. Cabeceaba con su nariz de fauno, el señor Luna Iglesias. Cabeceaban los periodistas. Cabeceaba la Cámara. Cabeceaba el mundo, el espacio, el tiempo, la luz eléctrica. No cabeceaba el propio señor Señada porque su señoría, cuando habla, pierde la cabeza.
La obra periodística de Abraham Valdelomar –como en el caso de Rubén Darío– es mucho más extensa que su obra literaria, pero todavía muy poco difundida. Los exigentes lectores peruanos no dan mucho crédito a lo que no es esencialmente literario. Volver a ella es explorar una faceta mucho más jovial y amena del escritor, así como una invitación a conocer a los políticos no como personajes con poderes especiales sino como personas apasionadas y contingentes.
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