Si de algo se ufanan los estadounidenses, especialmente los blancos, es que Estados Unidos es el “mejor país del mundo”. Si algo va a quedar claro cuando el azote del COVID-19 terminé es la falsedad de tal aseveración. Y no es que la nación estadounidense no sea un gran país, con recursos naturales y humanos impresionantes, con centros educativos de primer orden, con grandes hospitales, etc. El problema es que el llamado mejor país del mundo es una sociedad individualista, despiadada y orientada al lucro personal. Ya lo dijo uno de sus peores presidentes: “The business of this country is business”. Siendo así, no debería sorprender que una porción demasiado grande de sus ciudadanos esté al margen de esa “grandeza” y más que vivir, sobrevivan.
Según cifras del Institute for Politics Studies (IPS), 140 millones de estadounidenses son considerados pobres o de bajos ingresos, cifra que corresponde al 43% de la población total. De estos, 41 millones están por debajo del umbral de la pobreza. La pobreza no distingue razas, pues 17,3 millones de blancos, 11.1 millones de hispanos y 9.2 millones de negros son considerados pobres. En términos relativos, la población nativa americana es el grupo racial más pobre con 26.6%.
Esta población, de los cuales 28 millones no tienen plan médico, lucha día a día con sueldos que no les permiten o les dificultan cubrir sus gastos de vivienda, alimentación, etc. Tienen más de un trabajo, dependen de la alimentación gratuita para sus hijos en las escuelas públicas, viven de cheque en cheque, incapaces de ahorrar, y endeudados. Buena parte de ellos trabajan en el sector de servicios, por lo que, y dado que carecen de días pagos por enfermedad, se quedarán sin una fuente de ingreso como consecuencia de las medidas tomadas para enfrentar el avance del COVID-19.
A esto hay que añadirle la gran concentración de la riqueza que ha experimentado la sociedad durante el reino neoliberal de la globalización. La desigualdad es impresionante, dado que los 400 estadounidenses más ricos poseen más riqueza que el 64% de la población (204 millones de personas). Contrario a lo que pregonaban los apóstoles del neoliberalismo, en los últimos treinta años no hubo trickledown (efecto derrame). Por el contrario, los ricos se hicieron más ricos, la clase media se empobreció y los pobres siguieron igual o más pobres de lo que eran.
Ya sé que algunos, con razón, me dirán que el virus no distingue ente ricos y pobres. No llamemos a engaño, que cualquiera se pueda enfermar no quiere decir que todos tendremos acceso a la misma atención médica. El COVID-19 podrá ser muy igualitario, pero el orden socioeconómico imperante no. En el caso de una sociedad desarrollada y rica como la estadounidense, pero carente de un sistema médico integrado y con acceso para todos sus ciudadanos, tal desigualdad se convierte en una condena para los pobres.
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