Sabemos que Mucad Ibrahim tenía tres de años de edad y Abdullahi Dirie cuatro. No sabemos si eran amigos, si habían jugado juntos o simplemente cruzado una sonrisa. No sabemos si se preguntaban qué hacían allí, si hubieran preferido estar en su casa viendo televisión. No sabemos si tenían una mascota, si les gustaban las galletas de chocolate o si no querían comerse los vegetales a la hora del almuerzo. No sabemos cuál era su color favorito ni se les gustaba ir a la playa. No sabemos a quién querían más, a su papá o a su mamá. No sabemos si ya iban a la escuela o al nido. No sabemos si preferían el rugby o el fútbol. No sabemos el nombre de su mejor amigo o amiga o si preferían los columpios al tobogán.
Hay muchas cosas que desconocemos de Mucad y Abdullahi, pero sí sabemos que el 15 de marzo acompañaron a sus padres a la mezquita Al Noor para la oración del viernes y fueron asesinados. Los mató un supremacista blanco cuyo nombre no merece ser mencionado. No los mató porque tuviesen tres y cuatros años, y tal vez no supieran amarrarse los zapatos. No los mató porque no ordenaban sus juguetes. No los mató por haber escrito con crayola en la pared de su casa. No los mató porque se les cayera su plato de cereal o porque no quisieran beberse su leche.
Los mató porque eran musulmanes, porque no eran blancos, porque eran inmigrantes. Los mató porque encontró en el racismo un sentido para su miserable vida. Los mató para que lo recordaran como mártir de una cruzada, para ganar los titulares de los diarios y expandir así su mensaje de odio. Los mató porque se había deshumanizado al deshumanizar a los musulmanes. Los mató porque la ignorancia lo había convertido en una máquina de matar.
Quisiera terminar diciendo que a pesar de lo poco que sabemos de Mucad y Abdullahi, nunca los olvidaremos, pero no es cierto. Ya empezamos a olvidarlos.
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