Bien lo saben los historiadores: el decurso de las colectividades no son siempre procesos lineales e incrementales, sino que está signado por marchas y contramarchas; por avances, estancamientos y hasta retrocesos. Esto último empieza a vislumbrarse como el rumbo actual de la humanidad, en lo que representa una regresión respecto a fundamentales logros institucionales y normativos alcanzados en la segunda mitad del siglo XX: las destructivas y trágicas experiencias de las guerras mundiales finalmente nos hicieron adquirir sensatez fundando un orden internacional basado en principios como el multilateralismo, la cooperación, la igualdad soberana entre Estados, el reconocimiento y protección de la dignidad humana, la descolonización como correlato del derecho a la autodeterminación de los pueblos, y la solución pacífica de controversias. Tal relativo consenso principista sentó los cimientos de una arquitectura institucional multilateral que con aciertos y falencias encaminó la convivencia global durante las últimas ocho décadas, y cuyo desmoronamiento atestiguamos hoy.
De pronto y aceleradamente, el reloj de la historia ha empezado a retroceder, devolviéndonos hacia un escenario global basado en la irracionalidad imperial de algunos Estados poderosos, en el debilitamiento y disfuncionalidad del multilateralismo, en el irrespeto del derecho internacional, en la brutal vulneración de normas humanitarias que parecían pétreamente fijadas. Estamos retornando hacia la insensata y disfuncional convivencia internacional que prevaleció hasta décadas posteriores al siglo XIX. Las más claras evidencias de ello las encontramos en dos escenarios bélicos actuales, Ucrania y Palestina, y en las preocupantes posturas que sobre ellos empieza a adoptar el nuevo régimen estadounidense de Donald Trump. Las conductas de otras dos potencias globales, China y en menor medida de poder también Rusia, no son más auspiciosas, y destilan también vocaciones imperiales, cada cual con sus propias características, matices y escenarios geopolíticos.
Hemos entrado a un escenario de transición geopolítica global caracterizado por el acrecentamiento global de la vulnerabilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad; donde convergen variadas tendencias tales como la redefinición de las hegemonías planetarias, la confrontación y simultánea interrelación económico-productiva entre China y los Estados Unidos (y muy secundariamente por el conflicto con Rusia), la deglobalización, la relocalización de industrias (nearshoring), la mutación de escenarios estratégicos de conflictos, y la propagación de nuevas tecnologías que acercan y a la vez distancian a las naciones y a las personas. Es imposible predecir el color de la luz al final del túnel, o el espacio que un nuevo multilateralismo tendrá como centro de gobernanza global.
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Hasta hace pocas semanas podía abrigarse alguna esperanza sobre la fortaleza del consenso ideopolítico de Occidente en torno a los valores de las libertades políticas y económicas, pero el reciente cambio de gobierno en los Estados Unidos representa un giro significativo en la orientación de esta, la actual superpotencia hegemónica, y una redefinición de sus alianzas a nivel global. Ahora, el discurso político del régimen de Donald Trump encuentra mucha mayor convergencia con las visiones autoritarias e imperiales de Rusia y China, y marca un relativo distanciamiento respecto a Europa, Latinoamérica y las democracias asiáticas. Aún es demasiado temprano para vaticinar cuál será el decurso y el impacto efectivo de tal giro sobre el tablero global y sobre distintos escenarios regionales relevantes; mas en cualquier caso cabe subrayar que el mismo se inscribe dentro del proceso de transición geopolítica global que venimos experimentando, y que aún en la más optimista de las hipótesis, agudiza la vulnerabilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad que ya caracterizan al actual entorno global.
Merecen rotundo rechazo, por ser contrarias al derecho internacional y a los valores de la convivencia global, los pronunciamientos recientes del presidente Trump y de otros altos funcionarios de su gobierno, respecto a sus propuestas para acabar con los conflictos en Palestina y en Ucrania, sacrificando principios irrenunciables sobre la soberanía e integridad territorial de los Estados, y sobre la dignidad humana. Aún más, tales pronunciamientos representan una abominable contradicción de los principios promovidos durante muchas décadas por los distintos gobiernos de los Estados Unidos y en cuya defensa cientos de miles de vidas de sus soldados y ciudadanos fueron inmoladas. La solución al conflicto entre Palestina e Israel no admite otra solución que el mutuo reconocimiento de dos Estados provistos de efectiva igualdad soberana y comprometidos a la convivencia pacífica entre ellos. Y en el caso de Ucrania, solamente puede convocar repudio cualquier propuesta negociadora que convalide la regresión a la conquista territorial por medios bélicos, o que extorsione (como lo ha sugerido Trump) a que este país entregue sus recursos naturales a Estados Unidos. Aún más, no puede perderse de vista que la eventual solución de estos conflictos perfilará la posición de China ante su pretensión de anexarse Taiwán.
A la vez que se hace urgente refundar el marco institucional de la gobernanza global para responder con mayor eficacia a los desafíos actuales y futuros, es necesario desterrar definitivamente el vocabulario imperial signado por nociones como las de “espacios geopolíticos” o “zonas de influencia”, pues este es disfuncional e impide la convivencia pacífica de los pueblos.
A quienes quieren forzar el retroceso del reloj de la historia hay que contestarles con los valores y normas de los derechos a la autodeterminación de los pueblos, a la soberanía e integridad territorial de los Estados, a la proscripción del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, y a la inherente dignidad y libertad de toda persona.
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