Como si fuese un billete viejo, ya arrugado y descolorido por su desmedido uso, el concepto de líder ha ido perdiendo significado por ser empleado hasta el abuso. En estos tiempos, líder se cree cualquiera que alza más la voz o que adorna mejor sus palabras, aunque sus expresiones carezcan de sustancia; o quien simplemente está en una posición de mando. Con sorprendente frecuencia y facilismo, a los sinvergüenzas y a los prepotentes se les imputa la calidad de líderes, sin distinguirlos de quienes son meramente jefes, autoridades o caudillos. A dos de los personajes más siniestros del siglo XX, se los denominaba líderes en sus propios idiomas: Führer, a Hitler; Duce, a Mussolini.
En puridad, la noción de líder dentro de la esfera pública es problemática. Implica aceptar la ficción que los líderes son sabios y virtuosos, y que por tanto se justifica exceptuarlos de los rigores que impone otra ficción, la de la igualdad de todas las personas ante la ley. En síntesis, tal noción conlleva una traición, en distintas proporciones según cada circunstancia, a los ideales igualitarios y de imperio de la ley propios del orden democrático.
Históricamente, el surgimiento de la noción de líder representó una reacción contra las formas de gobierno absolutistas, en tanto logró acomodarse inconsistentemente con la ficción de la soberanía popular: en la conciencia colectiva resulta más fácil aceptar a un líder atribuyéndole virtudes que justifican su excepcionalidad, que a un tiranuelo o a un monarca teocrático.
El líder político, se supone, encarna la búsqueda del interés público, pero en muchísimos casos el combustible que mantiene su espíritu en movimiento y que inflama sus actos suele ser el narcisismo desbocado. El narcisismo es la búsqueda de la gratificación de la vanidad o la admiración egoísta de la propia imagen y atributos idealizados de uno. ¿Es el narcisismo desbocado -la egomanía- un rasgo indispensable para aspirar a ser un líder político? Definitivamente no, y los líderes más eficaces son precisamente quienes han logrado establecer un adecuado balance entre sus impulsos narcisistas y las convicciones éticas de servicio a la sociedad.
Dentro de la variada lista de atributos que se demandan a un líder público, además de las consabidas visión y carisma, en situaciones de crisis este debe desplegar flexibilidad emocional y cognitiva, así como desprendimiento y coraje, para tomar las decisiones que mejor convengan al interés público al que se debe, y para adaptarse a las desafiantes circunstancias del momento. Un genuino líder basa sus decisiones en la evidencia fáctica y sabe dejar de lado sus caprichos, apetitos o intereses personales. Pero, para quien está en una posición de poder sintiendo así gratificada su egolatría, suele ser muy difícil tener tales atributos, y ser capaz de reconocer que la realidad dicta un curso de acción distinto al que uno había vislumbrado, o al que conviene mejor a sus personales intereses.
Contemporáneamente, los asuntos del gobierno han adquirido extrema complejidad y demandan de gran especialización. Dentro de un Estado eficiente, los funcionarios públicos son generalmente técnicos especializados, y los gobernantes son también políticos con trayectoria y experticia. Pero lograr esas calidades por parte de los funcionarios públicos y de los gobernantes no es ni puede ser producto del azar. Es por ello que en las democracias maduras típicamente existen mecanismos para la formación de líderes públicos. En el Perú carecemos de ellos, y los ciudadanos estamos pagando un altísimo precio por nuestro culto a la improvisación.
Los mecanismos más usuales para la formación de líderes públicos son dos: el Servicio Civil del Estado, es decir los funcionarios públicos profesionales que realizan una carrera de progresivas responsabilidades y dentro de un marco de continuidad dentro de la administración pública; y los partidos políticos, cuyos militantes van formándose desde el nivel municipal o gremial, adquiriendo progresivamente acceso a responsabilidades mayores en los planos regional y eventualmente nacional. La acción de tales mecanismos suele ser reforzada principalmente a través de las escuelas universitarias de gestión pública.
Pues bien, en el Perú carecemos mayoritariamente de un Servicio Civil del Estado, y los partidos políticos han quedado reducidos a la condición de clubes caudillistas vacíos de militantes, de propuestas programáticas y hasta de norte moral. No es pues sorpresa que la formación de líderes públicos, tarea fundamental para la sostenibilidad de la democracia, carezca de marcos institucionales para florecer. Con acierto lo escribió Frederick Cooper ya en 2011: “el liderazgo político ha mutado, de ser conducido por dirigencias ilustradas agrupadas en torno a principios claramente sustentados, a una extensa variedad de oportunismos voraces, un galimatías moral que explicablemente provoca en los ciudadanos una desconfianza –cuando no un manifiesto repudio– a la figura del hombre público”.
La pandemia de la COVID-19, la resultante recesión, y los reiterados conflictos entre el Congreso y el Ejecutivo, vienen mostrando con desbocada crudeza nuestra radical carencia de líderes públicos. Y es que no hay mayor vitrina de verdadero liderazgo (o de su carencia) que las situaciones de crisis, cuando el rumbo hacia adelante es incierto y los riesgos son inmensos e inminentes, teniendo ante ello que tomar decisiones inteligentes, ilustradas, difíciles, valientes y prontas.
Una de las razones que alimentan nuestra deplorable ausencia de líderes públicos radica en la importación, durante décadas recientes, de una visión ideológica extrema sobre la economía de mercado, que explícitamente desprecia al Estado, y a la función pública a través de la política y del Servicio Civil. Esta concepción conduce inevitable y acentuadamente hacia tornarse en profecía autocumplida: sus connotaciones negativas estimulan el abandono del Estado y de la función pública, que así quedan disponibles para su captura por sujetos mediocres y por intereses corruptos. Además, esa concepción también le hace un pésimo servicio a los propios ideales de la economía de mercado, pues promueve que el Estado incumpla su rol regulador, y por tanto facilita el desarrollo de distorsiones diversas, como la proliferación de tendencias monopólicas y variadas otras prácticas anticompetitivas, y la desprotección de los consumidores.
Si queremos revertir nuestro actual drama de falta de líderes públicos en la política y en la gestión del Estado, tenemos que abandonar los denigradores y falaces sesgos ideológicos que arrastramos, y tenemos que crear sistemas de incentivos que promuevan que las personas más capaces y éticamente comprometidas se embarquen en las tareas de gobernar. Es necesario además remediar la falta de mecanismos institucionales para la formación de líderes públicos, a través de iniciativas público-privadas con vocación plural, apelando a las mejores prácticas y a la cooperación técnica internacionales.
Y, ya a nivel personal, debemos trascender el pernicioso y depresivo hábito de criticar desde un cómodo sofá hogareño a los políticos y a los funcionarios públicos, sin aportar nuestras energías constructivas para mejorar la gestión del Estado. En suma, debemos hacernos eco de las palabras de John F. Kennedy, pronunciadas durante su discurso de asunción del mando presidencial en los Estados Unidos, el 20 de enero de 1961: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregunta qué puedes hacer tú por tu país”.
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