En una sociedad democrática, los ciudadanos tenemos el derecho a ser consultados sobre toda situación que afecte sustancialmente nuestro bienestar y futuro; y, más específicamente a participar en los procesos de toma de decisión acerca de la pertinencia, viabilidad y condiciones socialmente aceptables para la operación de actividades extractivas.
Estos derechos están adecuadamente normados, para el caso de los pueblos indígenas u originarios, en el Convenio Nº 169 de la OIT, y en la Ley Nº 29785, sobre consulta previa. El art. 2º de esta dispone que los pueblos indígenas u originarios tienen el derecho «a ser consultados de forma previa sobre las medidas legislativas o administrativas que afecten directamente sus derechos colectivos, sobre su existencia física, identidad cultural, calidad de vida o desarrollo. También corresponde efectuar la consulta respecto a los planes, programas y proyectos de desarrollo nacional y regional que afecten directamente estos derechos».
Paradójicamente, el ejercicio de ese derecho casi no se encuentra regulado para el resto de ciudadanos no abarcados bajo la categoría de “pueblos indígenas u originarios”. Existen algunas normas aplicables en la etapa de evaluación de impacto ambiental de nuevos proyectos extractivos, pero sus alcances son muy acotados e ineficaces. Es decir, hoy en día, el factor de riesgo más importante para lograr la ejecución de proyectos extractivos (minería o hidrocarburos), es la licencia social, la cual carece de un marco legal de aplicación general, comprehensivo y apropiado. En consecuencia, los procesos para su obtención se desenvuelven con escasa formalidad, y sujetos a riesgos de arbitrariedad y hasta de corrupción.
La licencia social se basa en las percepciones de la comunidad y los otros grupos de interés acerca de la legitimidad y credibilidad de la empresa extractiva; a la viabilidad sociambiental de su proyecto; y a la existencia o ausencia de confianza sobre la sostenibilidad de la convivencia con ella.
Es cierto que la cuestión de la llamada licencia social es compleja y tiene una dimensión ineludiblemente política (en las distintas acepciones de este término), y por tanto no puede ser reducida al mero cumplimiento de formalismos legales, así como tampoco puede ser encasillada en consideraciones simplemente técnicas. Aún más, cada escenario socioambiental reviste singularidades de variada índole que influyen sobre las condiciones para obtener la llamada licencia social. Pero también es cierto que se requiere definir por ley un conjunto de pautas básicas sobre lo que es exigible y atribuible como derechos y obligaciones a las partes concernidas, y sobre aspectos del proceso a seguir. Y los distintos actores debieran definir concertadamente criterios e instrumentos metodológicos para implementar los procesos conducentes al logro de la licencia social.
Existen, sin embargo, múltiples dificultades para avanzar en ese rumbo. De un lado están las cuestiones conceptuales: ¿Qué entendemos por licencia social? ¿Cuáles son los alcances y límites de la misma? ¿Quiénes son los titulares de los derechos que ella comprende? ¿Debe acaso implicar que las poblaciones locales directamente afectadas por las operaciones extractivas debieran gozar de un derecho de veto sobre el desarrollo de estas? ¿Debemos reducir el concepto únicamente a consideraciones medioambientales? Estas son consideraciones sobre las cuales se sigue discutiendo a nivel internacional, y respecto de las cuales poco han aclarado los formuladores iniciales del concepto de la licencia social (Jim Cooney, Robert Boutilier e Ian Thompson).
En el ámbito empresarial también parece reconocerse la complejidad conceptual y operativa de la licencia social. Frecuentemente se cita la afirmación del expresidente de Newmont Mining Corporation, Pierre Lassonde: «uno no obtiene la licencia social yendo a un ministerio de gobierno y completando una solicitud, o simplemente pagando una tarifa. […] Se necesita mucho más que dinero para llegar a ser verdaderamente parte de las comunidades en las que uno opera».
De otro lado está la alta complejidad de los asuntos que requerirían ser consultados. Los temas de gestión ambiental se caracterizan usualmente por su extrema complejidad, y porque, además, a veces, suelen atravesar la frontera del conocimiento humano. No por casualidad, una de las pautas básicas de gestión ambiental es el llamado principio de precaución, que implica el reconocimiento de lo mucho que como humanidad todavía no alcanzamos a comprender científicamente.
Y, como si no fuese suficiente, tenemos que dar cara a la complejidad metodológica del proceso de consulta, que no puede -ni debe- ser reducida a la simplonería binaria del “sí o no”. Basta ver los desastrosos daños que la consulta binaria del Brexit viene causando al Reino Unido. Los asuntos que requieren ser sometidos a consulta y negociación como parte de los procesos para lograr la llamada licencia social de proyectos extractivos son variados y -valga la reiteración- de alta complejidad; de consiguiente, admiten muy diversos matices, que es imprescindible reflejar en los resultados. Requerimos entonces mejorar el elenco de opciones metodológicas de consulta apelando a las buenas prácticas internacionales. Un ejemplo innovador podría ser el procedimiento de encuestas deliberativas (“deliberative polling”) desarrollado por la Universidad de Stanford. Y, aún más conocida pero poco aplicada en el Perú es la práctica de radicar equipos de desarrollo humano para que convivan de modo permanente con las comunidades afectadas por las operaciones extractivas, como método para comprender sus percepciones e intereses, y para dialogar con ellas.
Aún más, resulta fundamental precisar con claridad la visión de desarrollo en base al cual se realizarán las consultas y negociaciones con las poblaciones a ser impactadas por la actividad extractiva. A este respecto, el enfoque de desarrollo territorial -que frecuentemente se superpone pero que también suele exceder al mapa de lo que cada empresa define como su zona de influencia- constituye la aproximación más eficaz y eficiente para potenciar las capacidades materiales y humanas, y para concertar un marco de referencia de compromisos de los distintos actores para el desarrollo y el bienestar local.
El especialista Antonio Bernales subraya la importancia de contar, para la obtención y gestión de la licencia social, con un marco instrumental de gobernanza, diseñado como un proceso incluyente y participativo entre actores relevantes, quienes «definen de manera conjunta los temas, mecanismos, instrumentos e indicadores que permitan una evaluación del proyecto y su desempeño a lo largo del ciclo de vida, en una relación que responda a la visión, expectativas y cultura locales».
Es hora de reconocer que sin licencia social no existirán condiciones para hacer sostenible las operaciones extractivas, y particularmente las mineras, en el Perú. Esta no es una cuestión partidista o ideológica, sino consecuencia natural de nuestra vocación democrática y de nuestro compromiso con el desarrollo sostenible e inclusivo. Para remediar las deficiencias actuales, es indispensable promover una conversación nacional conducente a forjar consensos sobre un conjunto de pautas conceptuales, normativas, de políticas públicas y metodológicas, para lograr que la llamada licencia social sea un factor garantista de inversiones extractivas ambiental y socialmente sostenibles, en vez de constituirse en una permanente espada de Damocles sobre estas. Avanzar en ese proceso enriquecerá además la calidad de nuestra democracia, a la vez que sembrará inclusión, bienestar e institucionalidad.
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