Muchas parejas tienen desacuerdos y problemas de comunicación, lo que genera entre ellas discusiones acaloradas y peleas. Lamentablemente, estas discusiones pueden darse en la presencia de los hijos, o sino es en su presencia, la discusión puede llegar a ser tan acalorada que los gritos resuenan en la casa, estando igual los hijos expuestos a escucharlas.
Otra modalidad en el que el desacuerdo es llevado al extremo, es cuando los padres se retiran la palabra y los hijos presencian la falta de comunicación entre ellos. Es más, algunos padres usan a los hijos de intermediarios para mandarles mensajes a sus parejas. Sea una situación u otra, peleas acaloradas o quitarse el habla, el efecto negativo en la vida de los hijos es tangible.
El impacto varía según la intensidad de las discusiones, la frecuencia (si las peleas son frecuentes, mayor afectación sufrirán), la edad de los hijos y las circunstancias en la que vive la familia.
Un primer grupo de afectaciones tiene que ver con las consecuencias a nivel corporal. Los conflictos parentales provocan reacciones fisiológicas concretas. La investigación realizada por Patrick T. Davies y colaboradores en las universidades de Rochester, Minnesota y Notre Dame, encontró niveles significativamente elevados de cortisol en los niños de la muestra que estaban expuestos a conflictos entre sus padres. Ello implica que la ansiedad y el estrés aumentan bajo estas circunstancias.
A mayor cantidad e intensidad de las peleas entre los padres, mayor estrés en los hijos, lo que ocasiona que el sistema inmunológico se debilite y empiecen problemas de salud que pueden ser dañinos a largo plazo, como por ejemplo problemas cardiovasculares. Estudios han relacionado el estrés infantil sostenido con un mayor riesgo de desarrollar problemas cardiovasculares en la adultez, como hipertensión o enfermedades del corazón.
Asimismo, pueden darse problemas de sueño y psicosomatizaciones (manifestación física de problemas emocionales) como dolores de cabeza, náuseas, dolores de estómago, mareos, dolor muscular, etc.
La exposición prolongada a conflictos familiares también puede producir retrasos en el desarrollo cognitivo y del lenguaje, así como problemas en el desarrollo físico por falta de descanso, mala alimentación o cuidados inadecuados (cuando las discusiones entre los padres vienen acompañadas de negligencia y ninguno se hace cargo de las necesidades de los hijos).
A nivel emocional, podemos encontrar indicadores de tristeza y depresión, junto con sentimientos de culpa en los hijos, con la tendencia a pensar y a creer que las discusiones de los padres se generan por su culpa.

Otro aspecto importante es que los hijos de las parejas que conviven en ambientes conflictivos, tienden a tener una baja autoestima y mucha inseguridad. También suele ser frecuente que baje su rendimiento académico.
Pero las secuelas de las discusiones entre los padres no solo se ven reflejadas en problemas físicos y emocionales, sino que también se irradian hacia el comportamiento, desarrollando problemas de conducta con dificultades de adaptación al entorno. Los hijos pueden normalizar las discusiones y peleas, repitiendo el patrón de comportamiento de los padres, y ocasionando esto dificultades en sus relaciones interpersonales.
En el caso de los hijos adolescentes, esta situación de tensión permanente entre los padres puede empujarlos a conductas de riesgo como el consumo de sustancias psicoactivas, trastornos de alimentación, adicción a videojuegos, entre otras.
Por último, se deteriora también la relación entre padres e hijos, quiénes pueden perder la confianza y respeto a los padres, o entrar en un conflicto de lealtades.
La invitación es entonces a ser adultos conscientes de cómo nuestras actitudes pueden generar consecuencias nefastas en el desarrollo de nuestros hijos y por tanto evitar a toda costa las discusiones acaloradas y las peleas delante de ellos, aprendiendo a resolver los conflictos de manera no violenta a través del diálogo, la comprensión y la puesta de acuerdos.
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