Lamentablemente, en términos generales, no nos ocupamos de un país que nos queda tan lejos desde tantos puntos de vista. En el medio del océano Índico se conoció a Sri Lanka en algún momento de su historia como “la lágrima de la India”. Esta isla cuenta con 21 millones y medio de habitantes. Solo el 7 % es cristiano (aproximadamente un millón y medio) y el 10 % es musulmán (aproximadamente dos millones) y la inmensa mayoría se reconoce budista; más aún, el principio identitario de la antigua Ceilán es el budismo. Asimismo, junto a la etnia cingalesa que representa a la inmensa mayoría de los habitantes, la minoría con mayor visibilidad es la de los tamiles que, a su vez, se reconocen en general como hinduistas. La complejidad cultural y religiosa salta a la vista.
Ahora bien, la convivencia de tres religiones no debería ser un problema sobre todo cuando una de ellas representa una clara mayoría, pero las dificultades abundan. Por una parte, la agrupación budista ultranacionalista Bodu Bala Sena instiga el odio hacia musulmanes y cristianos (El País, 22 de abril); por otro, los musulmanes albergan a salafistas y wahabistas, agrupaciones de corte fundamentalista que proclaman la vuelta a un Islam primordial. A este panorama se añade la presencia de agrupaciones locales violentas como el National Thowheeth Jama'ath (NTJ), asociación a la que se atribuyó en primer término el último atentado que también ha sido reivindicado por el ISIS.
La cifra de los asesinados en los últimos atentados sincronizados en Sri Lanka ha seguido en aumento: 350 fallecidos y 500 heridos. Al respecto, son varias las preguntas que podemos hacernos: ¿cómo conciliar las culturas y religiones diferentes? ¿Cómo descartar definitivamente la alternativa de la violencia? ¿Cómo reducir la influencia nefasta de los fundamentalismos? Me quedaré por el momento con la última pregunta.
Más allá de sus diferencias, los fundamentalismos defienden una postura religiosa intransigente, intolerante, inflexible. Cierto, no todos los fundamentalismos desarrollan una vertiente violenta, y tampoco se podrá decir que todas las violencias poseen un fundamentalismo en su base, pero sí es frecuente que estos fundamentalismos sean el caldo de cultivo más natural de la violencia.
La tesis religioso-fundamentalista puede reducirse a una frase: “la verdad es una y el error es múltiple” (Sébastien Fath) y la respuesta a los fundamentalismos no está por cierto en negar su supuesto: la verdad es múltiple y el error es uno. Es necesario ser más consistentes. Todas las religiones, y por ende, todas las culturas, poseen versiones fundamentalistas y lo que debemos comprender es de dónde nacen esas posturas; por qué el fundamentalismo necesita una verdad y que esta sea inamovible.
Los fundamentalismos promueven una identidad por aglutinación. De esta forma la verdad tiene que ser una porque lo que está en juego es un imaginario por el que un grupo determinado se reconoce como tal. Cualquier cuestionamiento del conjunto de creencias que expresan su verdad es un atentado contra su identidad que defenderán hasta con los dientes. La única manera de romper con el hechizo en el que nos han sumido los fundamentalismos (y no solo en Sri Lanka) consiste en mostrar que albergan una visión irracional de la vida y del mundo. Pero el desmontaje puede ser tan dramático como cambiar de cerebro.
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