El 11 de marzo del 2018, el ABC de Sevilla publicó un artículo de Miguel Ángel Robles titulado Reza por mí; rápidamente, el artículo se hizo viral. A decir verdad, no existe información acerca de cuán expandida está esta práctica en el mundo o en el país. Así las cosas, ya que en el Perú el 89.1 % se considera creyente (IOP, 2017), podríamos imaginar, por ejemplo, que un aproximado de 28 millones de peruanos reza al menos de vez en cuando. Esto sin contar la enorme cantidad de personas de todo tipo que se sumerge en prácticas de meditación con fines distintos a la búsqueda de trascendencia.
Estadísticas más o estadísticas menos, los estudios que han realizado los neurólogos Andrew Newberg o Mario Beauregard permiten extraer algunas conclusiones relevantes: la meditación (rezar) en cualquiera de sus estilos y en cualquiera de las religiones modifica el cerebro; lo modifica permanentemente; y esta modificación se produce precisamente con respecto de las cualidades que se relacionan con la empatía. Probablemente los neurólogos tendrán que seguir precisando estos alcances a lo largo del tiempo que viene.
Robles no establece ninguna relación entre el rezar y el cerebro, pero sí muestra cómo nos modifica conductualmente y aunque no desarrolla sus argumentos en el artículo, ayuda a comprender por qué en virtud de la oración, tenemos hoy tantas propuestas espirituales a través de las que las personas buscan confort o simplemente conocerse más y mejor.
“Rezar es una forma extrema de independencia, una actividad casi contracultural, lo más punki que se puede hacer una tarde de domingo. Es la forma más radical de practicar mindfullness, tan pasada de moda que cualquier día se volverá extraordinariamente cool. Rezar podría computar como horas de trabajo para los empleados públicos, pero no sirve porque es una práctica “antisistema”, sin reconocimiento alguno del establishment. Tan políticamente incorrecto que la gente oculta que reza como esconde la tripa para la foto. Rezar es un placer oculto, que se reserva para la intimidad”.
El autor defiende así la actualidad y la pertinencia de esta práctica, pero me parece que además reivindica la íntima relación que hay entre ella y la vida cotidiana ya que es contracultural, antisistema, políticamente incorrecto, pero añadiría, que esto se debe a que mueve el afecto y suscita la práctica buena. Así las cosas, la pregunta no tardará en llegar, ¿no sobran contraejemplos? Me explico. En el Perú, el 89.1 % se reconoce creyente. De este porcentaje, el 75.2 % nos reconocemos católicos, pero si esto es así, y si la oración tuviera todos los beneficios que señalan tanto devotos practicantes como esmerados neurólogos, ¿no deberíamos esperar un mundo más armónico, menos violento y más lleno de buena voluntad? ¿Cómo es que esta enorme proporción de creyentes católicos ha terminado por hacerse invisible en la sociedad?
Nunca como hoy ha estado tan de moda rezar, orar, meditar, pero más allá de las modas, esta práctica no podría modificarnos si no permitimos que, a través de ella, nos encuentre Dios, es decir si no descubrimos que estamos unidos a algo que paradójicamente nos excede. Creo que, en parte, eso explica la invisibilidad de los creyentes porque, en efecto, si esta práctica solo es un trabajo narcisista de autocontemplación en el mejor de los casos nos dejará en paz para tener una buena jornada. En cambio, cuando algo que no controlamos viene a interrumpir nuestro ego y lo acogemos no queda otra que ponernos en movimiento. Los místicos se refieren a este dinamismo con el nombre de Dios.
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