El 20 de junio se celebró el Día Mundial del Refugiado. Esta realidad que hace unos años podía parecernos lejana y extraña, hoy toca a nuestras puertas con angustia y desesperación en el rostro de miles de venezolanos que han llegado al Perú como migrantes, desplazados, asilados, o refugiados. Antes de la ola venezolana, al Perú ya llegaban ciudadanos inclusive de países del Medio Oriente. El año pasado, en fecha similar el papa Francisco recordaba que las “personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de trata se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera responsables de los males sociales”. Aunque nos cueste, debemos hacer lo posible por convertir nuestra mirada.
No puedo negar que me sorprendió que el Estado peruano decidiera que a partir del 15 de junio los venezolanos tuvieran que entrar al Perú con pasaporte. La verdad es que no se comprende, sobre todo, cuando conocemos perfectamente la situación política y económica de este país que años atrás abrió los brazos para recibirnos cuando estábamos en una situación semejante. Conseguir un pasaporte en Venezuela es prácticamente imposible y solicitarlo parece una ironía de mal gusto ¿No sería posible pensar en soluciones más humanitarias que podrían ser ofrecidas por organizaciones como Acnur o Encuentros SJS, entre otras instituciones que conocen de primera mano lo que ocurre?
Los venezolanos no están dejando su país porque quieran hacerlo. Estamos frente a una crisis humanitaria por la que estos ciudadanos se ven compelidos a salir de su país porque no tienen alternativa ¿Cómo hacer pasar este mensaje a los peruanos? Es decir, ¿cómo hacemos entender que no tienen alternativa? Y que solo por eso están dispuestos a vivir el desarraigo de su tierra, de su familia, de su vida de todos los días. Muchos han llegado a Lima a pie; por supuesto con los pies hechos girones y no pocos solo lo han hecho para morir en nuestro país.
Lo que tenemos entre manos es un tema que requiere una respuesta de caridad. No sabemos todavía cuánto puede hacer la caridad, pero es una de las mejores cosas que podemos hacer cuando el mal parece ennegrecer el horizonte y cuando parece que tiene la última palabra. La caridad, que nunca ha de pasar de moda, y que supone deponer nuestra posición confortable, dejar de lado nuestra buena conciencia en el seno de la cual parece no ocurrir nada para descubrir con asombro que algo podemos hacer para cambiar una situación que sigue cobrando vidas.
La caridad, decía un santo, se debe poner más en las obras que en las palabras. Tal vez sea tiempo de pensar con creatividad cómo hacemos para salir al frente de una crisis que nadie quiere y que, lamentablemente, está lejos de terminarse. Y bien sabemos que no bastará con que Nicolas Maduro deje el poder. Las secuelas son tan profundas que tendremos que esperar mucho tiempo. Al menos, si se logra que Maduro salga del poder, podrá ingresar la ayuda humanitaria que hoy se le niega al pueblo venezolano.
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