A lo largo del siglo XX, el deseo se fue convirtiendo en el motor que dinamizó el inmenso engranaje del sistema económico, desarrollando nuevos objetos y servicios ilimitados. La ciencia devino en técnica para la confección y la apropiación de todo lo deseable. Emergió el consumidor, superando al súbdito, al creyente y al ciudadano. Anterior a la economía de los deseos, la economía estaba sustentada en necesidades. El bien producido tenía como finalidad suplir una carencia concreta. Una vez obtenido, la necesidad trataba de ser satisfecha por el mayor tiempo posible. La virtud del bien económico estaba asociada a su duración, tanto a su constitución intrínseca como a la satisfacción que ocasionaba. Y esa durabilidad era lo que permitía el cuidado de los recursos y que la acumulación y el gasto fueran relativos.
Primero en los Estados Unidos, luego, en el resto de Occidente y, finalmente, a lo largo del mundo, la economía de los deseos trazó su marcha victoriosa hacia el “fin de la historia”, con el derrumbamiento del socialismo en Europa del Este. Un poco antes, desembarcaba en América Latina a finales de los años ochenta. Se desataron las fuerzas innovadoras del mercado, para ofrecer una gran promesa: en poco menos de diez años tendríamos en casa lo que antes buscábamos migrando. Así, los latinoamericanos, fuimos los últimos en llegar a la era del consumismo global, los últimos en entrar a la gran simulación de la economía de los deseos. Acariciamos la antiutopía mientras nos sentíamos, con ingenuidad macondiana, que en breve tiempo viviríamos mejor que nunca.
Sin embargo, condicionados por los efectos integrales de la COVID-19, seremos los primeros en salir del gran simulacro de la economía de los deseos. Cortadas todas las redes de interdependencia económica global y local, nuestros mercados emergentes se trituran semana tras semana. Y se derrumba el gran decorado que se construyó por tres décadas ¿De golpe regresa la indigencia? No, la pobreza estaba ahí, cobijada en diversas formas que la simulación de los deseos no permitía ver. De golpe, la COVID-19 nos hizo ver la crudeza de la sentencia weberiana de forma paradójica y “desencantó nuestro mundo”: Latinoamérica es una región pobre, nunca dejó de serlo.
Pero el desencantamiento al que nos lleva la COVID- 19 no es privativo de las naciones sin desarrollo ni bienestar. Se trata de un desengaño integral. Porque es la selección natural la que nos está poniendo en nuestro lugar. Nos habíamos olvidado tanto- craso error- que somos una especie animal, sujeta a los vaivenes de la supervivencia impuesta por la evolución de las especies. Y ese enemigo oculto y microscópico es el que nos lleva de golpe al “reino de la necesidad”, donde los deseos por nuestra ornamentación consumista no tienen lugar. Adiós deseos, bienvenidas necesidades. Los anhelos por la posesión de lo tangible y lo intangible, son eclipsados por la necesidad de poseer lo mínimo para vivir en la era inaugural de las carencias.
Deberemos de aceptar que nuestras formas de participar en la vida habrán de cambiar. Y si podemos reconstruir nuestras sociedades, será para abrir la puerta a otras maneras de entender nuestra relación con el mundo. Pero en estas circunstancias, habrá naciones que perderán mucho más que otras. Y es claro que aquellas sociedades que lograron – a pesar de la diáspora del saber– construir sistemas del conocimiento a la par de sus estructuras sociales, podrán enfrentar al problema COVID-19 con mejores armas, en esta guerra contra un enemigo invisible. Nosotros, los del Sur, estamos mucho más expuestos a sufrir las consecuencias de una nueva lucha por la existencia.
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