Pocas pinturas como “La Torre de Babel” (1563) de Peter Brueghel, el viejo, pueden sintetizar desde la alegoría visual el poder metafórico de una narración bíblica. Los descendientes de Noe, quienes sobrevivieron al mundo posterior al diluvio, empezaron la construcción de una torre que alcanzara el cielo, como señal de su renovado poder. Dios, al ver la unicidad de la lengua que los agrupaba, decidió arrebatarles el habla común. Así, imposibilitados de comunicarse, abandonaron la edificación de la torre, y se desperdigaron por el mundo confundidos en una infinidad de dialectos.
En la prodigiosa metáfora visual de Brueghel, las bases de la torre se encuentran a medio hacer, contrastando con el robusto, ornamentado y definido cuerpo de la torre. Se entiende que la cúspide se halle incompleta, así como algunas secciones laterales de la misma torre. Es como si el artista nos recordara que las construcciones humanas, aun las que se imaginan como las más portentosas, tienen frágiles fundamentos, y que el alfabeto cosmopolita no pasa de ser una ilusión cada vez que asistimos a la entronización de un poder hegemónico.
Quizás el mismo Brueghel, testigo de la construcción del Sacro Imperio de los Habsburgo, un político orden global (que congregaba, no olvidemos, a los Reinos y Provincias del Perú), estaba llamado a su fracaso babélico. Lo humano tiene inscrito las huellas de nuestras limitaciones. Y aun cuando se creyera que se tienen todos los recursos para garantizar una hegemonía total, siempre hay eventos que escapan al control y a la capacidad de previsión. Así, la “Torre de Babel” de Brueghel es la metáfora de lo imperfecto de todos nuestros proyectos, incluso cuando se creen poseer todos los medios para “alcanzar al cielo”.
Acogiendo la metáfora babélica, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, fuimos testigos de la edificación de último orden global en dos etapas. Una primera fase en el contexto bipolar de la “guerra fría” y, una segunda fase, tras la disolución de la URSS, con el apogeo unipolar norteamericano de los últimos treinta años. Era evidente, sobre todo desde el 2008, que nos dirigíamos a un escenario multipolar. Y, tras el colapso global de nuestros días, pareciera que nos acercamos a una situación de desborde generalizado de las diferencias. No sólo en los planos continentales y regionales, sino, en el interior de cada sociedad. Haciendo cada vez más problemática las convivencias y las posibilidades de consensos y acuerdos. De pronto, estamos viviendo, otra vez, la metáfora que sigue a Babel: la experiencia de la dispersión y de la confusión que sigue.
Otro de los grandes cuadros de Brueghel es la “Parábola de los ciegos” (1568). En esta obra, un grupo de invidentes, con rostros desencajados, muy mal vestidos y empobrecidos, caminan en fila dirigiéndose hacia la nada, cayendo el primero de ellos y, anunciando, la caída en cadena de todos los ciegos. El escritor norteamericano, William Carlos Williams, en un poema inspirado en este cuadro de Brueghel, concluye al final del mismo: “los rostros se alzan /como hacia la luz /pero no hay detalle extraño en esa luz /, más bien, en el caminar compuesto de cada uno, /se siguen, báculo en mano, / triunfantes hacia el desastre”. Por un momento, pensemos que la diáspora de este último Babel también puede ser un camino hacia una situación inhóspita, como la ruta de los ciegos del gran Brueghel.
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