Viendo el ranking Scimago u otros similares sobre los centros de investigación más importantes de la última década, es evidente la presencia recurrente de varias instituciones del primer mundo. Por ejemplo, la Academia de Ciencias de China, lidera estas listas desde hace varios años y es la muestra palpable del poder chino en el mundo actual. Asimismo, el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia, las universidades de Harvard, Stanford y el MIT Estados Unidos, la Asociación Helmholtz de Centros de Investigación de Alemania, el CSIC de España, la Universidad de Oxford de Inglaterra, la Academia Rusa de Ciencias, entre otras, son la demostración del liderazgo que alcanzan las naciones a nivel mundial cuando vinculan el conocimiento con el poder.
Pero relacionar el conocimiento científico con el poder no ha sido un invento de nuestra época. Quien se percató de modo contundente que el poder podría crecer de modo exponencial gracias al saber científico, fue el filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626). Escribió sobre el tema tanto a nivel ensayístico como literario, en tratados filosóficos como La Gran Instauración y en la novela Nueva Atlántida. Justamente, en esta ficción, Bacon imaginó un gran centro de investigación como la causa del progreso de la Nueva Atlántida: La Casa de Salomón.
Asumiendo el mensaje baconiano, la corona inglesa -con recursos reales- constituyó a mediado del siglo XVII la Real Sociedad de Londres cuyo lema fundacional se extrajo del Novum Organum de Bacon: “para la ampliación del imperio humano sobre las cosas”. Idea que articula a la célebre frase: “ipsa scientia potestas est”, el conocimiento es poder, plasmada en sus “Meditaciones Sacras”. Una vez creada la Real Sociedad de Londres, la historia es conocida. Y a comienzos del siglo XVIII, Inglaterra dominaba los mares del mundo y se imponía con creces sobre Francia, España, etc. La “mano invisible” no bastaba.
El éxito inglés de vincular el conocimiento científico al poder político y económico, fue emulado –durante los siglos XIX y XX– por Francia, Alemania, Rusia, Estados Unidos, el resto de Europa, Japón y, últimamente, por Corea del Sur, China e India. Pues era evidente que potenciar el desarrollo científico (en todas las áreas del saber) se constituía en la causa directa de la riqueza de la “riqueza de las naciones” ¿Por qué? Porque el poder que proviene de la ciencia permite una autonomía mucho más consistente: identificar en términos racionales qué es lo más conveniente para una nación y qué pasos hay que tomar para alcanzar un progreso sostenible y creciente.
Alcanzar la autonomía científica multidisciplinaria (que no es lo mismo que autarquía científica) es la primera condición para nuestro progreso material, social, político y cultural. A nadie más que a nosotros –los peruanos– nos va a interesar superar nuestras limitaciones y pobreza. Recordemos que hay otras naciones, muy poderosas, que están interesadas en que nos quedemos permanentemente rezagados en varios aspectos. Así, en el ámbito académico, nos hicieron creer que solo tenemos lugar en un imaginario folklórico y culturalista, definiendo nuestro programa científico (qué es lo que debemos investigar y de qué modo).
Cuando el Perú se dé cuenta de la magnitud de lo que se juega en las relaciones entre el ejercicio del poder y el conocimiento científico, daremos los pasos a hacia esa dirección. Por ahora, solo nos queda insistir en estos temas.
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