Hemos aprendido a humanizar aquello que nos unía con nuestro linaje animal, en un extendido aprendizaje cultural según las sociedades y las épocas. Por ejemplo, no nos abalanzamos sobre un animal para devorarlo in situ. Más bien, con armoniosa prolijidad, sazonamos sus carnes, las cocemos, las servimos adornadas con vegetales y unimos su sabor con vino. Asimismo, si queremos determinar una posesión territorial, no optamos por demarcarla con nuestros humores. Por el contrario, optamos por puertas, paredes y el mecanismo legal que indica que somos efectivamente propietarios de un lugar.
Estos actos cotidianos (y otros) revelan más de lo creemos. Son una muestra de la conquista civilizatoria de nuestra especie. Sabemos que no basta con satisfacer -en un nivel primario- el hambre y el sueño. Poseemos una estructura cultural que revela que en la comida y en la propiedad somos humanos.
Si es eso evidente con la alimentación y el hábitat, también acontece algo similar con la sexualidad. Es decir, hemos aprendido a humanizar el acto natural de la procreación, añadiéndole una ritualización sensorial que nos permite descubrir otras formas de goce humano. Ese conjunto de elementos culturales que nos distancian del simple ayuntamiento animal es el erotismo. Y tenemos una vastísima evidencia histórica de su evolución y multiplicidad.
Luego de las grandes transformaciones culturales que trajo consigo la modernidad de los siglos XIX y XX, era evidente que iba a emerger un nuevo erotismo, surgido de la emancipación explorativa de la subjetividad, muy distante de las manifestaciones tradicionales de lo erótico. Una parte importante del hedonismo erotizado de fines del siglo XX se puede explicar por este cambio cultural. Sin embargo, aún se desenvolvía en un escenario donde la ética secular y algunos vestigios de restricciones religiosas, estaban presentes. Es decir, existían ciertos cánones normativos por donde discurría la experiencia erótica.
Esta situación se daba fundamentalmente en occidente y en sus zonas de mayor influencia. En cambio, en sociedades premodernas, con una fuerte presencia de la moral religiosa y de estructuras familiares asimétricas y gregarias, el erotismo se mantuvo bajo influencia tradicional. No obstante, el fácil acceso a la información y al entretenimiento proveniente de occidente, influyó en la transformación de los hábitos sexuales de las últimas décadas. Por un lado, se accedía a contenidos audiovisuales modelados en el occidente moderno, pero insertado en manifestaciones premodernas de relaciones humanas (asimétricas y gregarias) y en el contexto de estructuras políticas fallidas o deficitarias.
Asimismo, el acceso sincrónico a la pornografía se constituyó en un elemento fundamental en conformación de los nuevos hábitos sexuales, sobre todo, por la hiperrealidad de sus contenidos. Este elemento (hiperrealismo pornográfico), junto a la disolución de los referentes éticos comunitarios y la casi extinción de la moral religiosa organizada, puede ser una de las causas del aumento masivo del acoso y violación sexual. Una parte de los depredadores sexuales asumen como “real” aquello que se visibiliza en la violencia de las imágenes y, al carecer de referentes éticos, emotivos y cognitivos, intentan llevarlo a cabo. Todo ello enmarcado en un contexto general de relaciones interpersonales asimétricas.
Por ello, aun cuando sea muy difícil en términos culturales y políticos, como sociedad debemos aprender a educar la subjetividad, incluyendo el plano del eros, reconociendo la íntima humanidad sensorial del otro, dentro vínculos personales simétricos e igualitarios. No podemos pretender ser un mejor país si un grupo importante de nuestras compatriotas está expuesto a la humillación física y a la desmesura sexual de otros. Educarnos en el eros también es humanizarnos, es acceder a una forma evolucionada de la sexualidad que propicia el mutuo reconocimiento íntimo. Ganaremos muchísimo como sociedad si empezamos a hablar de estas cosas en serio.
Comparte esta noticia