La obra de El Bosco (1450-1516), a pesar de su evidente origen tardo medieval, posee una dimensión atemporal que nunca deja de sorprender. La razón de la misma, es que su pintura tiene una clara intensión moralizante, que busca alertarnos cómo una situación ideal, paradisiaca, puede degenerar hacia lo peor, hacia lo infernal. Eso se observa, sobre todo, en los trípticos más famosos, El Jardín de la Delicias y El Carro de Heno, donde las arcadias originarias se transforman por decisión humana, en lugares de sufrimientos inimaginados.
Recordando el “Carro de Heno”, se nos viene a la mente un detalle del panel central. Sobre el carruaje, dos parejas humanas parecieran vivir completamente alejadas de las tribulaciones que acontecen en el mundo. Abajo, alrededor del carro, adelante y tras él, se ubican todos los grupos humanos posibles, cayendo en todos los vicios probables. El Bosco, en una sólo visión, universaliza el mal. Nadie se salva del pecado. Sin embargo, ambos noviazgos, aparentemente, se encontrarían ajenos a toda culpa en la ingenuidad de su amor.
Pero incluso, en la supuesta inocencia, hay evidencia del mal. ¿De qué tipo? Del que procede de la indiferencia, de la distancia, de la incapacidad de situarse en el plano de lo real. Ambas parejas, la campesina y la aristócrata, a pesar de condición, se hallan en un plano ajeno al mundo. Una pregunta que se infiere de esta observación sería, ¿por qué ese desapego sería condicionante para el mal?
Slavoj Zizek, en un conocido ensayo, distinguía dos tipos de violencia: la objetiva y la subjetiva. La subjetiva es realizada por alguien identificable. En cambio, la violencia objetiva, es inmanente al sistema. Según el pensador esloveno, la violencia subjetiva, al ser visible, oculta la violencia estructural, pues pasa a un segundo plano. De este modo, se normalizan las condiciones sociales de la violencia, pero se juzgan las acciones individuales. El problema que es muy difícil de enjuiciar a una estructura abstracta, a no ser que nos fijemos a quiénes beneficia la violencia estructural. Pero, igual, es muy dificultoso imputar responsabilidades a una condición abstracta.
Sin embargo, desde el poder de la alegoría plástica, podemos especular qué tipo de mal se advierte en la distancia arropada por la violencia estructural. Ignorantes del sufrimiento real de las personas y de los horrores sociales, los ensimismados construyen un mundo ajeno y evadido del plano real, porque otros cargan con sus responsabilidades. Y no se trata de una determinada clase social, porque El Bosco pone en el mismo plano de los ensimismados a las parejas de nobles y de siervos. En como si el gran pintor nos dijera que en ese distanciamiento de las tribulaciones y de las dificultades se origina una parte del mal. La iniquidad avanza porque un grupo se haya instalado en su supuesta e ilusa arcadia.
La maldad ensimismada, distante, no radica en su ejecución criminal, sino, más bien, en su indiferencia. Por eso puede ser tan cruel como la que es cometida por una decisión personal. Y, en algunos casos, puede ser más feroz, porque, al ubicarse en el ensimismamiento, es incapaz de reconocer el daño que hay en mundo y, el que ocasiona su ajenidad. Quizás un golpe de realidad muy poderoso es el que puede conmover al distante ensimismado a tomar conciencia de los sinsabores del mundo. De pronto, la COVID-19 ha sido una de esas necesarias experiencias para caer desde el “carro de heno”.
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