Encapsulados en una esfera individual de imágenes, de sonidos y de opiniones sin crítica, se van edificando micromundos autocomplacientes, desde los cuáles es imposible avistar la presencia de otras subjetividades y sensibilidades. Se da por sentado que los demás están obligados a aceptarnos tal como somos, aun cuando trasgredamos sus espacios interiores y exteriores. En esta era del egoísmo extremo, se asume, con naturalidad, que toda la realidad debe ajustarse a nuestras creencias y opciones de vida, al extremo que se va perdiendo el contacto con ella.
Este proceso de aislamiento ensimismado fue avizorado en su fase germinal por la literatura y la filosofía a inicios del siglo XX, como una de las tantas consecuencias culturales del capitalismo y de la civilización tecnocéntrica. Así, tras un siglo de audaces transformaciones en el modo de vivir y de creer, el individualismo ético liberal ha devenido en un individualismo narcisista, en el que solo se soporta y acepta la presencia del yo y de los pocos a los que se considera similares.
Este individualismo radical, en su narcisismo, no solo se puede observar en el plano de los hábitos personales. También se ha ido proyectando en diversos espacios, incluso en la dimensión educativa básica y superior, en donde se enfatiza el culto a la personalidad incomparable y se exige la adecuación del sistema a las exigencias del yo. Ello no debiera sorprendernos. Pues un rasgo de la “cultura del consumidor”, en las sociedades de mercado, es acomodar la realidad al gusto y necesidad del cliente. De modo que la práctica económica hedonista y la hiperdiferenciación escolarizada van de la mano.
Pero donde se observa de modo más descarnado las consecuencias de este ensimismamiento práctico, es la creciente incapacidad para el diálogo que se observa en diversos ámbitos. De algún modo, todos o muchos, creemos que nuestro mundo mental es el único. Y que el lenguaje en cual nos movemos habitualmente es, también, el único. Uno de los efectos de esta creencia asumida sin examen, es que nos cuesta demasiado conversar, es decir, compartir ideas, conceptos, percepciones y visiones, perdiendo algo fundamental: entrar en razón con el otro. Por ello, entre otras cosas, podemos ser más proclives a la imposición, a la cancelación, al griterío destemplado y a despreciar las grandes posibilidades que otorga el antiguo arte de la conversación y su entraña humanizadora.
Hans Georg Gadamer (1900-2002), a quien los humanistas le debemos tanto, en un breve y hermoso ensayo escrito en 1971, “La incapacidad para el diálogo”, (Verdad y Método T. II), nos enseñó lo siguiente sobre la conversación: “La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo…La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros que nos transforma”. Y ese encuentro transformador es el que nos permite superar el aislamiento relativista al que el individualismo ensimismado nos condena.
Así, gracias a la disposición para el diálogo, superamos el espejismo del monólogo asfixiante, y tendemos puentes con otras subjetividades y sensibilidades. Además, aprendemos algo fundamental: a darnos cuenta que la finalidad de la inteligencia y razón humana no es ganar un debate, sino, convivir mejor.
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