Parece extremadamente lejano el día -17 de marzo de 2020- en el que el economista serbio, Branko Milanovic, en Foreigner Affairs, lo afirmó sin anestesia: la pandemia iba a provocar un colapso social de incalculables proporciones. No le faltaba razón. Por necesidades sanitarias, gran parte de las naciones declararon la pausa del capitalismo, un sistema económico que se articula gracias al libre flujo de mercancías, servicios y capitales. Así, la caída del “castillo de naipes”, era de esperarse. Al extremo que se avecina, como ha augurado la unidad de investigación del Deutsche Bank, una “era del desorden”, que pone fin al último ciclo de la globalización, el que se iniciara hacia 1980, con la llamada “revolución neoconservadora” de Thatcher y Reagan. Esta “era del desorden” es un periodo de tránsito a una nueva situación todavía desconocida. Sin embargo, antes de este año, se habían desencadenado una serie procesos que explican, con mayores datos, la situación presente a una escala global.
Una de ellas, es la recesión internacional que se ha manifestado enfáticamente este 2020, cuya duración y profundidad es indefina. La misma, se fue gestando, como afirman muchos, desde el 2008, cuando los estados nacionales salieron al rescate de sus economías para evitar el colapso del sistema global. Se logró conjurar el peligro por un tiempo. Pero acostumbraron al sistema a sobrevivir con un respirador artificial de recursos estatales, esperando el nuevo “hiperciclo” que nunca llegó ¿Por qué? Porque el respirador fue propiciando, sin querer, una economía de bloques que paulatinamente se fueron cerrando. Y aceleró la tendencia a la “desglobalización”, que alcanzó su clímax con la guerra comercial entre los Estados Unidos y la China entre 2016 y 2019.
También, antes del 2020, vimos el surgir temerario de los “identitarismos” de izquierdas y de derechas, que reconfiguran la lucha ideológica y superan el secular conflicto entre liberalismo y socialismo. Porque se centran en la pugna cultural entre grupos de identidades que se asumen radicalmente definidas y, por lo tanto, excluyentes. Los identitarismos han hecho extendida la “política de la cancelación”, la que ataca furibundamente las diversas formas de pensamiento, y descubre enemigos culturales en cada sujeto o grupo que represente aquello que se busca anular. Los efectos de la “política de la cancelación” todavía no se pueden prever en su real dimensión. Sin embargo, de no ser limitada, puede reducir los pocos espacios de libertad racional, autonomía y derecho al disenso que habíamos conquistado en el último siglo.
Todo ello resulta preocupante. El colapso social y la depresión cultural crean condiciones para el desarrollo de manifestaciones de violencia desconocidas, que superan nuestro marco de comprensión conceptual y moral. Se desatan los odios y rencores raciales, las negaciones y afirmaciones lingüísticas, las furias entre los géneros, los encontronazos entre fundamentalistas de lo religioso y los fundamentalistas de lo secular. Todo ello a una escala que es imposible de medir bajo los parámetros actuales, pero que resulta inquietante.
El aislamiento total o parcial, las preocupaciones económicas de cientos de millones de personas, la incertidumbre de ver truncados planes personales, la muerte de personas cercanas o conocidas, son causas de agobio, de hastío y de desesperanza. Y estas tendencias globales, adquieren perfil local en la medida que se vinculan con nuestros procesos anteriores al 2020, los mismos que ya han sido descritos y diagnosticados ampliamente en estos últimos seis meses. Así, el Perú también ingresa a su propia tierra desconocida, en el umbral de la “era del desorden”. Por ello, necesitamos problematizar nuestra situación en esta nueva condición contemporánea. Ojalá que estemos dispuesto a hacerlo.
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