Hay ingenuidades que conmueven, como la de los niños pequeños o de los corazones nobles, aquellos que no supuran miasma teniendo llegas profundas en el alma. De esas ingenuidades se aprende desde la transparencia de las buenas intenciones y se agradece lo que amorosamente ofrecen.
Pero hay otras ingenuidades que se dan por defectos de determinadas formaciones. Que expresan candideces provenientes de un “ensimismamiento” profesional. Que consideran que realidad social y política es llana, simple y que puede ser resumida en un papel normativo. Cuando nos exponemos a ese tipo candor profesional, nos asaltan varias dudas. Una de ellas es esta: ¿es posible tanta inocencia?
Lo opuesto a ese tipo de ingenuidad es la que nos enseñó -con brutal realismo- uno de los clásicos del pensamiento político como Thomas Hobbes (1588-1679). Para Hobbes, la sociedad está en permanente peligro de disolución, porque la condición natural del ser humano es de la “guerra de todos contra todos”. Por ello erigíamos un poder común (el Leviatán) capaz de controlar a la sociedad desde el monopolio de la fuerza.
Desde Hobbes en adelante aprendimos a reconocer que el mundo social y político es complejo y, por lo tanto, puede llegar a ser violento. Así, mientras las sociedades tienden a una creciente heterogeneidad sociocultural, la pluralidad de intereses hace mucho más problemática la convivencia.
Las sociedades humanas, aun cuando requieren de normas escritas para funcionar, no se quedan sometidas a la rigidez de un papel. Si algo nos enseñan las humanidades (historia, filosofía, artes, etc.) es que las instituciones humanas se transforman. Y que la construcción del poder, la lucha por el poder y el equilibrio en el poder, se da en diversos planos. Uno de esos planos es el legal. Pero no el único. Gran parte del mundo del poder se comprende reconociendo las formas del poder, su historia y su actualidad. Ese conocimiento sobre el poder proviene de la ciencia de lo político y de la perspectiva integradora de las ciencias humanas y sociales.
Aún estamos en medio de una esperada crisis política. Desde el 2016, era bastante obvio que podría llegar este momento de mayor conflictividad porque había un deterioro paulatino de las relaciones de poder, al extremo que el poder se estaba lentamente extinguiendo. Siendo un riesgo mayor la anarquía (que implica la disolución de la sociedad). Al parecer, el poder se ha reconstituido levemente a favor de una de las partes en conflicto, otorgándole algo de autoridad. Todavía está por verse si esa autoridad puede garantizar cierta estabilidad en un mediano plazo, a fin de avalar nuevas elecciones o un nuevo contrato social.
Este proceso coyuntural peruano sirve para recordar que el mundo político es un ámbito profundo y complejo (¡Qué más complejo que los intereses humanos ¡) y que la realidad social y cultural de un país no puede ser reducida al plano del análisis rígido de la norma y sus infinitas formulaciones. No darse cuenta de la condición compleja de lo político, es de una ingenuidad (o malicia) notable.
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