Inicié el 2022 con la lectura de El ocaso de la democracia: la seducción del autoritarismo, de Anne Applebaum, de donde comparto la siguiente cita:
“Los conservadores británicos, los republicanos estadounidenses, los anticomunistas de Europa del Este, los democratacristianos alemanes y los gaullistas franceses provienen todos ellos de tradiciones distintas, pero como grupo, están comprometidos —o al menos lo estaban hasta hace poco— no solo con la democracia representativa, sino también con la tolerancia religiosa, la independencia del poder judicial, la libertad de prensa y de expresión, la integración económica, las instituciones internacionales, la alianza trasatlántica y la idea política de ’Occidente’”.
Y es que Applebaum —así como Ben Shapiro (El lado correcto de la historia), entre otros— nos confirma sobre el asalto de un espíritu autoritario que algunas sociedades vienen adoptando en lo que se conoce o conoció como “Occidente”, y que reafirma lo equivocado del concepto de “fin de la historia”, acuñado en 1989, refiriéndose al esperado alineamiento de la geografía política y económica global.
¿Por qué debe interesarnos el hurgar en el entendimiento de los fenómenos políticos globales, regionales y locales? Porque hemos aprendido que “la política” es una realidad que en última instancia repercute sobre la libertad de los ciudadanos y el bienestar de las naciones. El comportamiento de la economía global —por ejemplo— dependerá de las políticas públicas globales que emerjan del orden institucional global actual, que a su vez responde —entre otros— a los intereses de los centros hegemónicos factuales vigentes: Estados Unidos, China y la Unión Europea.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527) nos decía en El Príncipe (1532) lo siguiente: “Cuantos Estados y cuantas denominaciones ejercieron y ejercen todavía una autoridad soberana sobre los hombres fueron y son principados y repúblicas”. Entiéndase por principados a la monarquía. Efectivamente, esta fue la dicotomía primaria que siglos más tarde dibujó los hitos de la Revolución Francesa, la independencia de los Estados Unidos de América y posteriormente la independencia hispanoamericana.
Giovanni Sartori (1924-2017) en ¿Qué es democracia? (1987) nos ilustra:
“[…] la palabra democracia es acuñada por Herodoto, […] la democracia ateniense virtualmente terminó en el año 323 a. C. […]. Después, no solo desaparece la palabra sino también la cosa. Durante casi dos mil años ya casi no se habló de ‘democracia’ […]. Durante dos mil años, el régimen óptimo, la forma ideal, ha sido llamado res publica, república. Y decir república es muy diferente a decir democracia. Res publica es ‘cosa de todos’, mientras que la democracia estaba, en Aristóteles, por ‘cosa de una parte’ […]. Y si democracia alude al ‘poder de alguien’ (de una parte), res publica, en cambio, alude al interés general, al bien común: res publica designa, entonces, un sistema político de todos en el interés de todos. […] En sustancia, ‘república’ se proyecta —semánticamente hablando— en un sistema político uniformemente equilibrado y distribuido en todos sus componentes, en un justo medio entre los dos extremos de la ‘cosa de uno’, por un lado, y de la ‘cosa del pueblo’, por otro”.
Resalto entonces la importancia de entender el concepto de república en el siglo XXI, y de identificar los incentivos prácticos para fortalecerla.
Cabe indicar que Hamilton y Madison, los constituyentes estadounidenses, llamaban “república” al sistema representativo y “democracia” a la democracia directa. Sartori apunta: “La Constitución de los Estados Unidos fue hecha a salvo de los riesgos de la democracia”. A mayor abundamiento, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) afirmaba en El contrato social (1762): “Llamo República a todo Estado gobernado por leyes […] porque solo así gobierna el interés público. Todo gobierno legítimo es republicano”. Lo que hoy conocemos como democracia liberal tiene sus orígenes (y su nombre) de la época de la Ilustración europea (mediados del siglo XVIII hasta los primeros años del siglo XIX). Es justamente en la Ilustración —entre otros momentos— que se aborda el principio de subordinación de la política a la moral, y en este escenario, la noción de que el orden político ha de ser un orden de poder limitado.
El jurista y politólogo alemán Hermann Heller (1891-1933), en su obra Teoría del Estado (1934) apunta:
“La manera como se distribuye el poder del Estado determina la forma del mismo. Esto es aplicable, en primer término, a las dos formas fundamentales del Estado. La democracia es una estructura de poder construida de abajo-arriba; la autocracia organiza al Estado de arriba-abajo. En la democracia rige el principio de la soberanía del pueblo: todo el poder estatal procede del pueblo; en la autocracia, el principio de soberanía del dominador: el jefe del Estado reúne en sí todo el poder del Estado”.
Complementariamente, C. R. Aguilera de Prat y Rafael Martínez, en Sistemas de gobierno, partidos y territorio (2002) afirman:
“Los criterios clásicos […] se basaron en las nociones de ‘formas de Estado’ y ‘formas de gobierno’ para poner de relieve, en el primer caso, el tipo de interrelación entre los ‘elementos’ del Estado (territorio, pueblo, poder) y, en el segundo, los modos de articular las instituciones. El primer ámbito, más general, permitía establecer las principales distinciones entre democracias y dictaduras […] así como —secundariamente— entre Estados centralizados y descentralizados. El segundo se concretó —dentro del modelo occidental— en las conocidas tipologías de los regímenes presidencialistas, parlamentarios y directorales […]. No es que estos parámetros sean inútiles para la ciencia política, al contrario: sigue siendo clave analizar los criterios para acceder a la titularidad del, poder, las modalidades del uso del mismo y los fines y objetivos para los que se quiere”.
Anoto aquí la importancia de entender la naturaleza del Leviatán contemporáneo y las consecuencias prácticas sobre la vida de los ciudadanos.
Joaquín Abellán, en Política: conceptos políticos fundamentales (2012), advierte:
“[…] las transformaciones de nuestro mundo contemporáneo, especialmente la pérdida de soberanía de los Estados en importantes áreas de su actividad consideradas hasta ahora como centrales, obligan a reinventar o reajustar nuestras categorías políticas, tan vinculadas al Estado y al ejercicio de su poder sobre una base territorial, pues el cuerpo político está ‘cambiando de piel’ (Vallespín)”.
Afirmo entonces que es irresponsable aislarnos tan solo en los constructos de la ciencia económica moderna y los correspondientes a la actividad empresarial y los negocios (a niveles global, regional y doméstico). La historia reciente nos señala el imperativo de preocuparnos por construir —paralelamente— una república al servicio efectivo del bien común, una democracia que privilegie el buen gobierno y un Estado eficiente (burocracia profesional) para la promoción de un progreso sostenido y equitativo.
Culmino referenciando nuevamente a Nicolás Maquiavelo: “Sin volver al ejemplo de Roma, me limito al de los milaneses, que, después de muerto el duque Felipe Visconti, se constituyeron en repúblicas y no pudieron permanecer en ella más de dos años y medio, a causa de su extrema corrupción”. La historia bien entendida es maestra para la vida humana, y nos puede alejar del “mito de Sísifo”, recordando siempre que somos seres finitos.
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