Durante todas nuestras etapas de vida se presentan los conflictos intergeneracionales, unos más intensos que otros. En la adultez nos sentimos capaces de manejarlos y negamos esa misma capacidad en las niños, niños y jóvenes porque consideramos que su inmadurez o ímpetu dificultan salidas apropiadas al conflicto y la restauración de la armonía familiar, comunal o social. Lo que a veces no somos capaces de reconocer es que la adultez no es garantía de sabiduría y dominio de habilidades que nos permitan manejar dichos conflictos, tampoco nos hace merecedores de un poder absoluto y subalternizante sobre nuestras hijas, hijos, estudiantes o ciudadanos, que reemplaza el diálogo por las órdenes.
Lo que está detrás de los comportamientos adultos con rasgos autoritarios es el adultocentrismo, una deriva del sistema patriarcal presente en muchas de nuestras relaciones humanas. Es desde este lugar de poder que se justifican los castigos y los abusos contra las niñas, niños y jóvenes, en quienes se cuestiona su ciudadanía y a quiénes se les niega un lugar protagónico en la sociedad. Pero todo tiene un límite y la presencia de miles y miles de jóvenes, adolescentes y niños en las manifestaciones tras la vacancia del presidente Vizcarra, ha superado todo cálculo político, dejando en claro que estamos ante generaciones en conflicto con toda forma de imposición y autoritarismo que ponga en riesgo lo que consideran valores y principios democráticos. No es un amor romántico por la blanquirroja, es un amor fiero y auténtico que porta una fuerza transformadora, un profundo deseo de vivir mejor, aunque en el intento les cueste la vida.
A través de las redes percibo que en las generaciones no jóvenes que han compartido las calles, la indignación y el deseo de cambio, se ha trastocado la visión adultocéntrica de las juventudes e incluso de las infancias, dando paso a sentimientos y expresiones de admiración, respeto y reconocimiento. Quienes han tenido una juventud activa en la vida política del país han podido proyectarse en las y los jóvenes de hoy, y quiénes suelen ser más escépticos y esquivos a la participación ciudadana, se muestran a mi juicio con una disposición mayor a la acción pública. De allí, los cacerolazos familiares en puertas y ventanas, las manifestaciones descentralizadas en los distintos barrios de las ciudades, y los tributos espontáneos a Inti Sotelo y Bryan Pintado.
¿Será que los acontecimientos vividos pueden resignificar las relaciones intergeneracionales entre niñas, niños, jóvenes y adultos? ¿Será que la movilización social puede socavar el adultocentrismo históricamente instalado en la sociedad peruana? ¿Seremos capaces de cambiar nuestras miradas de la niñez y juventud para reconocer su ciudadanía y actoría política para una transformación de nuestro país? Considero importante abrir paso a reflexiones, aunque incomoden, porque solo derribando esas barreras intergeneracionales simbólicas tenemos la posibilidad de construir una sociedad distinta, más democrática, más amable y más justa y a la vez enfrentar las distintas formas de violencia contenidas en esos conflictos intergeneracionales dando paso a otras formas de relacionarnos entre humanos.
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