Estoy anonadado: en igual proporción, personas virtuosas y sobornables se han unido para vilipendiar la corrupción visible de «vacunagate». En otras palabras, justos y pecadores vienen realizando un juicio público en las redes sociales, a modo de sentencia medieval, a la estirpe desleal que, de forma subrepticia y reptiliana, se inoculó las vacunas que tanto esperaba la primera línea de batalla contra la COVID-19. Ese grito airado que escuchamos en estas semanas por este «destape» guarda una similitud muy sospechosa con lo que sucedía en la Edad Media o en tiempos bíblicos: muchos de los castigos se llevaban a cabo en plazas públicas a vista de todo el pueblo; esto generaba la acusación colérica de culpas y pecados contra los «detenidos», que desfilaban como ganado para ser material y depósito de la ira de la población —estas culpas y pecados, irónicamente, también eran cometidos por la parte acusadora en menor o mayor medida—.
En tal sentido, es como si todas y todos los peruanos, desde el día en que oyeron esta noticia, se hubieran transformado en seres probos que, de haber sido altos funcionarios del Estado, no solo no habrían aceptado la ilegal vacunación, sino que habrían realizado la denuncia correspondiente. Pero, ¿realmente todas y todos somos así de irreprochables? ¿O es que, como en la Edad Media, somos esos carteristas que, en plena fruición del juicio público, nos encolerizamos y lanzamos acusaciones a otros que cursan en nuestro mismo rubro vocacional?
Lo que ha sucedido es realmente condenable y deben, luego de terminadas las investigaciones, efectuarse las sanciones civiles y penales pertinentes. Más allá de las razones personales para tomar la decisión de vacunarse a espaldas de un Perú, el acto per se es de gran bajeza moral —aun si la razón fue el temor a la muerte, que puede someter, en ciertas circunstancias, a nuestra corteza prefrontal, base de nuestra razón—. De eso no cabe duda. Lo que estoy discutiendo, en esta columna, o, mejor dicho, intentando demostrar, es que el grado de indignación frente a un acto de corrupción es sospechoso cuando, justamente, viene de alguien que construye su vida a partir de una concatenación de microcorrupciones —aunque, si permiten mi opinión, la corrupción no tiene nada de micro—. Y bien es sabido que, en un gran porcentaje de personas, se presenta esta práctica; por ello, cuando se habla de corrupción en el Perú, se habla de «práctica extendida».
Si esto es así, realmente estamos ante un mecanismo de defensa, es decir, frente a una estrategia de nuestra mente para preservar nuestro grado de bienestar. Lo que está sucediendo es que muchas personas están «proyectando» su propia sombra interna, sus propios aspectos rechazados, aquellos elementos suyos que no son deseados, en los acusados de corrupción. Este mecanismo se observa fácilmente en las burlas: generalmente, uno se mofa de aquellas características que vemos en los demás, pero que, al mismo tiempo, nos pertenecen —por ejemplo, el psicoanalista Jorge Bruce, en su libro Nos habíamos choleado tanto, nos explica que nos burlamos de que los demás son «más cholos», porque, en realidad, nos molesta este atributo propio, pero nos es más fácil atacarlo y denigrarlo cuando lo vemos en otra persona y no en nosotros—. De la misma forma, es más simple odiar al corrupto que camina a nuestro lado que al corrupto que llevamos dentro; es una manera de negar que nosotros también lo somos y que debemos cambiar.
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