Esta semana tuve que ir a un centro de salud a realizarme un procedimiento dental de urgencia muy a mi pesar, debido a la presencia aplastante de la segunda ola y al evidente riesgo de contagio en un espacio odontológico —se extreman las medidas de seguridad, pero el paciente debe, indefectiblemente, quitarse la mascarilla—. Aunque dilaté lo más que pude mi cita, mi salud dental no daba más. Al salir del lugar, tuve que caminar algunas cuadras para pedir un transporte, debido a que la pista contigua estaba siendo arreglada o arruinada —¡qué sé yo! En Lima, nunca se sabe realmente—. Al llegar a la calle más próxima, —calle que se ha convertido en una ironía poética, pues frente a un parque con árboles frondosos y pasto de color intenso, se alza un área tristísima, de lucha griega, un lugar dedicado exclusivamente al tratamiento de pacientes con la COVID-19—, recordé que, hace menos de un año, yo había estado en aquel centro, yo había sido «paciente covid», yo había ido más de dos veces para pedir ayudar, porque algunos órganos no estaban respondiendo bien. Recordé que mi esposa había ido conmigo, porque ella también había sido «paciente covid»; recordé a mi padre, que me acompañó, porque él es médico también y que, en otra oportunidad, fue por una taquicardia a causa de este virus; y recordé a mi madre, que fue internada por la misma enfermedad en otra área de ese centro. Todo ello lo recordé mientras veía salir una camilla con una señora de avanzada edad y, detrás, otra señora más joven, quien conversaba por celular y decía: «No hay oxígeno y tenemos que buscar dónde comprar». Fueron instantáneas, como dicen en el mundo de la fotografía, de recuerdos y emociones que yo ni sabía que «estaban allí».
La pandemia no permite que procesemos nuestras emociones
La pandemia nos alzó como un viento huracanado en un temporal: no lo esperábamos y no estábamos preparados. Tanto quienes hemos enfermado, quienes han tenido un familiar enfermo, quienes nos cuidan en los diferentes frentes de primera, segunda o tercera línea o, simplemente, quienes han visto su vida afectada por este ciclón patogénico, hemos ido almacenando recuerdos que, probablemente, preferiríamos no tener, porque son memorias de hechos con potencial traumático que lidian con lo psicológicamente insalubre. Estos recuerdos, bien los tengamos presentes todo el tiempo, podamos acceder a ellos en algún momento determinado o, incluso, no seamos capaces de traerlos al presente, son fuertes disparadores de emociones —¿no les ha pasado que, en algunos momentos, sienten tristeza o ira, pero no saben por qué es? Puede que sea por memorias que están ahí, pero que no las pueden «ver»—.
El problema es que esta pandemia ha trastocado el proceso natural de elaboración de los recuerdos y las emociones. En situación «prepandémica», frente a un hecho con carga traumática, podíamos tomarnos un tiempo para, como se dice en argot, «llorar a nuestros muertos» —entiéndase esta frase como la acción de pasar por un periodo de duelo por cualquier circunstancia dolorosa—. Sin embargo, ahora parece que no: estamos constantemente protegiéndonos del contagio, de la caída económica, de no perder el trabajo, de no perder a un familiar, de no quedar con secuelas de salud si llegásemos a contagiarnos, de cuidar nuestros vínculos aun en la distancia física y de miles de escenarios posibles con resultados catastróficos. Es como si nuestro cerebro estuviese en un continuo estado de pelea, huida o inacción, propio de momentos de gran demanda (p. ej., la guerra), por lo que prioriza la defensa y la supervivencia, y no la elaboración de nuestros recuerdos y emociones.
¿Qué podemos hacer en esta situación?
Lo mejor para poder procesar lo que nos ha pasado y lo que nos sigue pasando es recibir algún tipo de ayuda psicoterapéutica, pues, en este espacio, mediante la orientación del psicoterapeuta, podemos ir «develando» aquellos recuerdos que no somos capaces de ver, pero que nos generan emociones muy intensas. Sin embargo, si es que no tenemos acceso a este tipo de servicios profesionales, también podemos poner en práctica algunas recomendaciones por nuestra cuenta:
- No negar la situación o restarle peso a lo que está sucediendo
- No llenar la agenda diaria con exceso de actividades, porque podría ser un intento de evitar pensar en los recuerdos y procesarlos
- Establecer un horario fijo semanal para pensar en la situación y detectar qué emociones nos suscita y por qué
- No evitar sentir las emociones cuando surjan
- Elegir familiares, amigas o amigos que nos puedan escuchar y contener para conversar regularmente sobre lo que sentimos
- No juzgarnos por lo que sentimos o por la duración de nuestro duelo
- Buscar ayuda inmediata si nuestras emociones son muy intensas y duran más de dos semanas, o pensamos regularmente en la muerte
Aunque es difícil afrontar lo que sentimos, es mejor hacerlo antes de que esas memorias nos empiecen a generar síntomas.
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