En el Perú, el otorgamiento de derechos sobre tierras de comunidades campesinas y nativas está regido por procesos legales antiguos y complejos, y atravesados por una maraña de conflictos llenos de superposiciones e intereses diversos sobre los recursos y el territorio. A diferencia de otros países, en el Perú se exige que los pueblos indígenas se constituyan como comunidades con personería jurídica para recién acceder a sus derechos colectivos sobre el territorio. Esto impone reglas de juego distintas para las comunidades campesinas y nativas y, con ellas, múltiples regímenes que dificultan el entendimiento, detonan conflictos y hasta erosionan la identidad.
Desde 1979, con el cambio de Constitución, se perdieron dos atributos fundamentales que protegían a los territorios comunales: la inembargabilidad y la inalinabilidad. A partir de entonces, se instauraron marcos legales que pretendían incorporporar las tierras al mercado, supuestamente para dinamizarlo o ponerlas al servicio de otros intereses, como proyectos urbanos de infraestructura, o de aprovechamiento de recursos. Así, comenzó a debilitarse la seguridad jurídica de los territorios indígenas.
La deuda histórica con los pueblos indígenas es tan antigua como nuestra propia historia y aún no encontramos una ruta clara para saldarla. Una evidencia de ello es lo que hoy ocurre con la modificación de la Ley 24657 que, por años, reguló el procedimiento de deslinde y titulación del territorio de las comunidades.
Para entender lo que ocurre, hay que regresar a 1987. Cuando se promulgó la Ley 24657 se estableció que las tierras ocupadas por centros poblados o asentamientos humanos hasta el 6 de marzo de 1987 no serían consideradas parte del territorio comunal. Esta excepción abrió el camino a una serie de eventos desafortunados hacia el despojo sistémico de las tierras indígenas. Recordemos que para ese entonces el Perú no había ratificado el Convenio 169 de la OIT, ni contaba con una ley de consulta previa.
Lo que debía ser una excepción limitada y puntual se ha ampliado una y otra vez. Pasó de 1987 a 1993, luego a 2003 y ahora, con la última modificatoria de la ley, se amplía para tierras ocupadas hasta 2015. Una excepcionalidad de casi tres décadas ya no es tal. Es una estrategia.

Lo más grave es que en todas esas ampliaciones no se ha aplicado la consulta previa, vulnerando el derecho de los pueblos indígenas a participar en la toma de decisiones que los afectan, atentando contra su identidad y forma de vida.
Estamos frente a una vulneración sistémica de los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Esta excepción despoja a las comunidades de sus tierras para formalizar ocupaciones o invasiones y podría, incluso, facilitar el tráfico de estas.
En nuestro país las excepciones tienden a volverse eternas y esta es solo una prueba más. No sería extraño, entonces, que se prolongue cuatro décadas o que termine convirtiéndose en la regla. Nos estamos acostumbrando a formalizar la ilegalidad, y a otorgar derechos a quienes vulneran los de otros.
Los pueblos indígenas tienen un vínculo indivisible con sus territorios. Es un binomio que define su modo de vida, su cultura, su identidad y que, por tanto, es también nuestro patrimonio cultural. Pero los estamos arrinconando, condenándolos a la pérdida, sin entender del todo que esa pérdida es también la nuestra. Estamos socavando nuestras propias raíces, nuestra historia, nuestra propia identidad.
Es urgente frenar este despojo sistémico. Es momento de garantizar la seguridad jurídica de los territorios indígenas y saldar esa deuda histórica. Solo así podremos crecer como lo que realmente somos: un país pluricultural y megadiverso.
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