¿A qué tipo de personas nos gustaría entregar nuestras empresas, comunidades, países y mundo? Para responder a esta pregunta elaboré el perfil de un líder ideal. Le atribuí una carrera con gran influencia en el futuro, amplios conocimientos en temas políticos, económicos y sociales, excelentes capacidades de gestión, las mejores habilidades técnicas y blandas, talentos y mucho más. Sin embargo, advertí que había construido una criatura de Frankenstein que no terminaba de encajar. Finalmente, luego de mucha reflexión entendí que solo necesitaba cumplir una característica: ser socialmente responsable.
Por muchos años, y hasta hoy, la educación en nuestro país ha estado enfocada en formar profesionales con conocimientos y habilidades que les permitan ser más competitivos y eficientes en el mercado laboral, para alcanzar “éxito” económico como meta superior. Hasta cierto punto, este sistema ha impulsado nuestro progreso. No obstante, pienso que también ha automatizado nuestras vidas, haciéndonos más individualistas y desconectándonos de los problemas que nos rodean.
Por tanto —frente a todas las crisis políticas, económicas, sociales y ambientales que nos aquejan año tras año—, es evidente que necesitamos formar nuevos líderes que promuevan el bienestar común desde cualquier campo de acción. Para lograrlo, lo primero que debemos hacer es volver a conectar a los jóvenes con el mundo en el que se desarrollan, pues ellos guiarán los destinos de nuestra sociedad en el corto plazo. En ese sentido, es necesario incorporar la responsabilidad social en la formación de los profesionales, no solo para cumplir con los trámites de licenciamiento institucional, sino más bien para contribuir genuinamente a la construcción de una mejor sociedad para todos.
La responsabilidad social, como pilar en el proceso educativo, es importante porque compromete a los profesionales a actuar éticamente y a tomar decisiones que beneficien a la sociedad en su conjunto, considerando aspectos claves como la justicia social, la sostenibilidad, la diversidad, la inclusión, entre otros. Pero, sobre todo, la formación con responsabilidad social los predispone a utilizar sus habilidades y conocimientos para abordar y solucionar los problemas que afectan a su comunidad.
Pero, ¿cómo empezamos a educar con responsabilidad social? El Aprendizaje Basado en Problemas es una excelente alternativa, pues es una metodología mediante la cual los alumnos llevan a cabo un proceso de investigación y creación que culmina con la respuesta a una pregunta o la resolución de un problema. Asimismo, en la escuela de educación superior Toulouse Lautrec tenemos hace muchos años una metodología única denominada Toulouse Thinking, que permite resolver diferentes necesidades y problemas a través del pensamiento creativo y estratégico, para aplicarlos a situaciones reales. Así, formamos profesionales empáticos, preocupados por la sociedad y capaces de transformar realidades.
Finalmente, es preciso señalar que la expectativa por profesionales y empresas socialmente responsables no es un argumento de venta. De hecho, es una necesidad que compromete cada vez a más personas e industrias. Por ejemplo, un informe de Deloitte revela que 8 de cada 10 jóvenes valora más a las empresas sostenibles y, según GFK, 7 de cada 10 espera que las marcas se involucren en causas sociales. Por tanto, el mercado laboral también demanda más profesionales formados con una visión sostenible.
Creo, firmemente, que desde la academia debemos asumir un compromiso real con la sociedad y virar hacia la formación de profesionales con responsabilidad social para generar impacto positivo en la sociedad. ¡Asumamos el desafío con convicción!
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