Desde hace algunos años, el empoderamiento es parte de muchas iniciativas públicas y privadas. No tardó en llegar como respuesta para uno de los problemas más crudos en el país: la violencia contra la mujer. El Perú es uno de los países con mayores tasas de violencia contra las mujeres en el mundo. Siete de cada diez han sido víctimas de violencia por parte de su pareja o compañero, según la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar del INEI.
Entonces, ¿las iniciativas de empoderamiento tienen sentido? ¿Una mujer empoderada ya no será víctima de agresiones? Empoderar tiene mucho sentido. Diversos estudios señalan que una de las causas de esta forma de violencia es la carencia de autonomía económica de las mujeres. Sin mayor soporte financiero, se ven obligadas a permanecer en la relación o a tener limitados recursos para alejarse, pues su sostén o el de sus hijos e hijas depende del dinero que aporta el agresor.

No resulta raro, por tanto, que los programas que han inyectado recursos en el hogar o para las mujeres hayan reducido la violencia ejercida por ellos hacia ellas. Programas como Juntos, en Perú, en el que se entrega a familias pobres dinero que es administrado por la mujer, tienen el efecto (no intencionado, como se dice en la jerga de evaluación de impacto) de reducir la violencia contra las mujeres de hogares beneficiarios. El agresor reduce sus agresiones, probablemente porque con más dinero en el hogar se reduce el estrés económico que canaliza las agresiones basadas en el género. Quizás agreden menos para que ellas (y el dinero) no dejen el hogar.
Empoderar funciona. Pero hay que tener en cuenta que no funciona para todas. La violencia de género de la que son objeto las mujeres tiene causas diversas que no se reducen a la carencia de ingresos. Solo hasta cierto punto, mayores ingresos protegen a la mujer de la violencia. ¿Por qué a veces el empoderamiento reduce la violencia contra las mujeres y en otros casos sucede lo contrario? Según un estudio que comparó treinta investigaciones en diversas partes del mundo, la respuesta está en factores sociales y culturales que diferencian a unas parejas de otras (Kishor y Johnson, 2009).
Cuando la mujer se muestra empoderada económicamente, algunos hombres –los más tradicionales y machistas– ven amenazada su condición de proveedores en el hogar. Así, más dinero y mayor amenaza a la masculinidad tradicional propician más agresiones contra la pareja femenina. Resultados de este tipo se han apreciado en Nicaragua y República Dominicana (Kishor y Johnson, 2004), y en varias partes de India y Bangladesh (Naved y Persson, 2005).
Estos resultados nos dejan dos lecciones importantes. Primero, es necesario que los programas sociales evalúen si las relaciones de poder en el hogar varían y si ello se traduce en mayor o menor violencia. Muchos de los programas de empoderamiento no tienen la reducción de las agresiones entre sus objetivos, pero probablemente sí estén alterándola. Ignorarlo puede poner en una situación de riesgo a las mujeres.
Segundo, vayamos al problema de fondo. Es necesario el enfoque de género en las políticas educativas. A estas alturas, ningún hombre debería sentirse menos porque una mujer gane más que él. Desde las escuelas, debemos formar a niños en que ser varón no se reduce a cuánto ganas o cuánto aportas al hogar. Las bromas sobre maridos mantenidos son aún muy comunes y encierran ese valor machista desagradable. No por nada, “cosito” se extendió como un apodo que marcó incluso a un expresidente.
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