Kusimayo contribuye a mejorar la vida de cientos de familias en Puno con programas de desayunos infantiles, casas calientes, invernaderos y asistencia de ancianos.
Por: Verónica Ramírez Muro
Fotos: Morgana Vargas Llosa
A escasos kilómetros de la carretera por la que discurren los buses llenos de turistas rumbo al lago Titicaca, los habitantes de Alto Catacha, la mayoría ganaderos y algunos artesanos, apilan los 1,800 adobes necesarios para la construcción del invernadero.
“Ningún alcalde o político ha venido. Acá enfermamos de frío en invierno, los animales se mueren y no tenemos qué comer”, dice Justiniano, habitante de esta comunidad ubicada en la provincia de Lampa, Puno. En esta zona las temperaturas alcanzan los 18 grados bajo cero durante el invierno.
Muy cerca de la casa de Justiniano, Juana y Jessica, madre e hija, arrean sus vacas hacia la laguna seca de Sompilacocha, donde algunas despistadas pariguanas -el flamenco andino que ayudó a San Martín a imaginar la futura bandera del Perú- beben el líquido que la tierra no ha terminado de absorber.
Hay sequía, el frío es inclemente, las cocinas sin chimeneas dentro de las viviendas contaminan los pulmones de sus ocupantes, los alimentos no crecen a 4 mil metros de altura y la desnutrición infantil es un mal crónico.
En medio de la adversidad, un grupo cada vez más numeroso de familias ha logrado mejorar su calidad de vida. La historia con final feliz empieza con una trucha y dos amigos.
El río de la felicidad
Desde hace 8 años, Joaquín de la Piedra y Laura Fantozzi dirigen Kusimayo (Río Feliz en quechua), una organización sin fines de lucro que ha beneficiado a 30 comunidades en las provincias de Puno, Lampa y Azángaro con sus programas de desayunos para niños, un sistema para calentar los hogares, cocinas mejoradas para evitar la inhalación de humos, invernaderos para el cultivo y asistencia a un asilo de ancianos.
Joaquín viajaba con regularidad a Puno porque tenía un negocio de truchas y pensó que (al principio en sus ratos libres y luego a tiempo completo) era posible ayudar a un grupo de personas en un entorno hostil donde el Estado no llegaba.
Laura, abogada de profesión, sentía la necesidad de ver a la persona detrás de las cifras. “Quería ver el cambio que ocurre en sus vidas. No será un cambio estadístico, pero ves al niño que come y está sano, ves al señor que cultiva y come sano y mejor”, dice.
Laura y Joaquín llevaron a cabo el proyecto. Empezaron con el programa Miles de Sueños, que ofrece desayunos, kits de higiene y útiles escolares para niños entre 0 y 5 años. En el 2008 tenían 8 niños. Hoy tienen 350 y a lo largo del tiempo han tenido 1,500. Al ver que podían gestionar este primer programa fueron implementando otros tres: Calor para Puno, Puno Productivo y Abuelos Felices, que cubren distintas necesidades primordiales, como elevar la temperatura de las viviendas, mejorar las cocinas y la alimentación y asistir a los ancianos.
Esta mañana Laura y Joaquín han llegado a la escuela de Alto Catacha. Salen a recibirlos la profesora Evangelina y una decena de niños. “Antes no teníamos apoyo y había mucha desnutrición. No comían fruta, a veces solo una tostada. Los niños no venían al colegio”, dice Evangelina. Ahora cuentan con un kit de higiene, desayunos diarios y materiales para estudiar. Las madres son las encargadas de preparar los desayunos. De esta forma, sostiene Joaquín, han logrado articular una red de apoyo dentro de la propia comunidad para brindar los desayunos.
Calor para Puno
“La manta te abriga, pero la casa sigue siendo un témpano de hielo. A menos 7 grados la ropa de tejido polar se quiebra”, dice Joaquín mientras señala las endebles casas desperdigadas por un terreno estéril. En Puno, de una población de 1.25 millones, 49% no tiene agua, 36% no tiene desagüe y 44% carece de electricidad.
El recorrido continúa en el rancho Pucachupa, donde viven Nidia y su tía abuela Eudosia. Nidia teje bufandas y ponchos en una vieja rueca, instrumento ancestral para hilar la lana, pero ni las bufandas ni las cinco frazadas que empleaban durante el invierno las protegían verdaderamente del frío.
Ambas acaban de estrenar el sistema llamado Casa Caliente Limpia, que consiste en modificar la vivienda para instalar un calentador solar de policarbonato. El calor acumulado durante el día es liberado al interior de la vivienda durante la noche. Para conseguirlo tienen que realizar un aislamiento térmico previo y procurar que la vivienda sea lo más hermética posible. A cambio, las familias beneficiadas (la única condición es vivir en Puno, aunque le dan prioridad a las viviendas habitadas por niños y ancianos) se comprometen a aportar piedras, adobes y mano de obra.
El programa de casas calientes se complementa con las cocinas mejoradas hechas de adobe, placas de metal y chimenea. “Ahora el humo se va para arriba, ya no me hace llorar”, dice Nidia. El 97% de la población rural de la zona emplea cocinas a fuego abierto y las enfermedades por inhalación de humo son una de las causas principales, junto con el frío, de muerte infantil. En casas como la de Nidia el cambio ha sido rotundo: se ha incrementado en 10 grados la temperatura en el interior de su vivienda y se ha eliminado entre el 70 y el 90% de la contaminación con la cocina mejorada.
Mejores alimentos
Bernardino y Silvia tienen 4 hijos en edad escolar. Se dedican a la ganadería y, ahora, a la agricultura. Es la primera vez que incluyen en su dieta regular acelgas, coliflores, zanahorias o vainitas. Todo florece en el huerto de 100 metros cuadrados que han instalado a unos pasos de la vivienda familiar y que cuidan con devoción. Silvia ha recibido capacitación para el uso de abonos orgánicos y la cosecha de esta semana ha sido muy buena. Bernardino muestra un ramillete de aguaymantos que luego intercambiará con sus vecinos por algún otro alimento.
Otra vecina, Simona, ha creado un tipo de abono que piensa comercializar. Los huertos encienden la creatividad de los habitantes de Alto Catacha y los excedentes se han convertido en un ingreso económico alternativo. “La columna vertebral de la economía son las mujeres”, cuenta Joaquín, “son las que cuidan el presupuesto, las que saben dónde invertir a pesar de los grandes problemas de alcoholismo, género, nutrición, educación, higiene y salubridad”.
Un cambio similar ha ocurrido en el asilo Virgen del Rosario de Chucuito, perteneciente al gobierno regional. Para alimentarse los ancianos dependían de la caridad de los vecinos. Ahora, gracias a Kusimayo, cuentan con alimentación y productos de higiene diarios.
“Vemos que los abuelitos están contentos y reciben cuidados en sus últimos años de vida. Todos estos programas son replicables, podrían crecer y podríamos encontrar más asilos y más niños en la región”, dice Laura.
Hasta ahora, Kusimayo ha llevado calor a casi 400 hogares y se espera que las cifras aumenten en la medida en que más personas se unan a la iniciativa de Laura y Joaquín.
El escenario se transforma. En las áridas e interminables trochas que unen los poblados, la belleza del paisaje contrasta con la adversidad a la que se enfrentan diariamente los pobladores de esta región. Sin embargo, cada día se ven más familias apilando adobes de barro en la puerta de sus casas, símbolo inequívoco de que pronto el río de la felicidad cambiará sus vidas.
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