La Semana Santa es un buen momento para las reflexiones de todo tipo, y yo la he aprovechado para releer algunos textos sobre Lima. Debo preparar una charla para los estudiantes de uno de los talleres de Arquitectura de la Universidad de Lima que están interesados en el centro histórico de la capital. Pienso que en Lima se reemplazó el “había una vez” de los cuentos infantiles por el “déjame que te cuente, limeño”, que es como debería empezar cualquier historia de la ciudad, con la potencia de ese primer verso que puso Chabuca Granda en su más conocida canción, que es probablemente el himno de Lima. Acto seguido viene la evocación de la memoria: el viejo puente, el río y la alameda. Aparecerá entonces el escenario propicio para que el personaje —la vecina bajopontina Victoria Angulo, rebautizada como la Flor de la Canela— comience su andar con menudo paso.
La “memoria” a la que alude Chabuca es la que Raúl Porras Barrenechea (1897-1960) propuso como la esencia de Lima en su célebre conferencia “El río, el puente y la alameda”, luego publicada como artículo. Esta memoria es la conclusión a la que Porras llegará a partir de su exhaustivo conocimiento de la historia de la ciudad, donde después de señalar con mucha minuciosidad la Lima prehispánica, establecerá tres etapas en la historia de la urbe: la ciudad hispánica, la ciudad barroca y la ciudad industrial. Corresponderá a la primera el siglo XVI, como una ciudad de conquista austera, simple en su trazo y su arquitectura. La segunda corresponderá a los siglos XVII y XVIII, a la que considera la ciudad del esplendor que incluso se proyecta hasta entrado el siglo XIX. La ciudad industrial para Porras se iniciará a mediados del siglo XIX y continuará en el siglo XX. Esta última etapa no inspirará en Porras mayor entusiasmo; por el contrario, lo llena de escepticismo.
El Río Hablador, como el referente prehispánico —el río de los yungas, dirá Porras— será uno de los elementos que ponderará no solo desde el punto de vista geográfico, sino como generador de los canales y asentamientos de la comarca de Lima. En cuanto al puente, se trata del Puente de Piedra o de Montesclaros, que está allí resistiendo incólume desde 1610. Finalmente, la Alameda de Micaela Villegas, o de Mérimée —haciendo referencia indirecta a la obra La carroza del Santísimo Sacramento— podría ser cualquiera de las históricas alamedas del Rímac: la de los Descalzos, la de Acho o la de Tajamar, todas dedicadas al paseo y al descanso.
Italo Calvino, en su libro Las ciudades invisibles, cuenta la historia de una ciudad, Maurilia, donde al viajero se le invita a revisar viejas postales, para que descubra lo bella que fue su ciudad y lo que es ahora. Parafraseando a Calvino y apoyados en la memoria de Porras, podríamos decir algo como esto: este río sucio y contaminado es el mismo río que generó este valle y el paisaje cultural prehispánico e hispánico que se construyó en él. De la ciudad colonial solo queda este maltratado puente que ha logrado resistir las crecidas del río, huaicos, terremotos y hasta una autopista que lo cruza por debajo. De las alamedas, solo queda la de los Descalzos. Las otras dos que acompañaban al río, la de Acho y la de Tajamar, son solo visibles en las viejas postales; ahora está la Vía de Atravesamiento, perdón, de Evitamiento.
La ciudad espera que tal vez algún día algún alcalde decida recuperar la memoria de Lima y tengamos un río ordenado y descontaminado, un Puente de Piedra recuperado con su sección original, con sus bancas de piedra en los tajamares, y una alameda que podría reaparecer allí donde hoy están los viejos estancos de la sal y del tabaco, guardando archivos y dependencias públicas que bien podrían estar en otro sitio. Entonces de verdad habremos recuperado nuestra memoria y podremos imaginar que la Flor de la Canela recoja la brisa del río, mientras camina airosa del puente a la alameda.
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