Uno de los aspectos más controversiales de la teoría de la restauración es la reconstrucción. En los albores de la restauración, restaurar era reconstruir y así lo entendía Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc, a quien le tocó reconstruir varios monumentos que sufrieron los ataques y destrucción por parte de las turbas enardecidas en la Revolución Francesa. El problema es que Viollet-le-Duc, quien fue un brillante arquitecto, agregaba mucho de su cosecha. Hay que meterse en el espíritu del que diseñó la obra para completarla —decía—, y así propuso colocarle las agujas y la flecha a la iglesia de Notre Dame, aunque solo consiguió hacer lo último, que desapareció junto con el techo hace algunos años a causa de un incendio. En la otra orilla de lo que se debería hacer con un monumento, se colocaba el escritor y crítico de arte John Ruskin, quien proponía no hacer nada. Los monumentos deben morir, decía, y hay que dejarlos que mueran, otorgándoles a los edificios un ciclo vital como el de todo organismo vivo.
La teoría de la restauración contemporánea tomó distancia de ambas posiciones y, en esencia, procura que los monumentos deban ser conservados antes que restaurados —como diría Camillo Boito—, dándole a la restauración el rol de una labor extraordinaria. Con ello, los monumentos jamás deberían ser reconstruidos, porque se convertirían en lo que llamamos un “falso histórico”. Esto fue recogido en la Carta Internacional sobre la Conservación y Restauración de Monumentos y Sitios, también conocida como Carta de Venecia de 1964. En este documento, aun cuando no está claramente explícito, se orienta —como lo señala el arquitecto y ensayista Antoni González Moreno-Navarro— a que “un monumento reconstruido total o parcialmente es siempre una falsificación, un falso histórico”.
Dicho todo esto, quisiera tocar el caso que ha enfrentado recientemente a la Municipalidad de Lima con la Congregación Franciscana: la reconstrucción del muro pretil de la Plazuela de San Francisco, que fuera demolido en 1871 y que ahora la comuna metropolitana pretende reconstruir, y a la que los religiosos se oponen. Esta postura de los franciscanos suena bastante lógica, dado que el pretendido muro cercena un espacio público que desde su concepción fue tributario de la iglesia y convento de San Francisco, como lo han sido las plazas y plazuelas de todas las iglesias de las ciudades donde se instalaron las órdenes mendicantes desde el Alto Medioevo. El espacio público vinculado a estos monumentos constituye una prolongación del espacio del templo y tiene que ver con los ritos religiosos que en él se realizan. Esa debe haber sido la causa de la demolición del muro pretil hace ya 150 años, y no se ven las causas que justifiquen su reconstrucción, dado que no es necesario para cumplir su misión como espacio público —al contrario, lo fragmenta— y que tampoco afecta al conjunto monumental, tal como fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad en 1988.
Por otro lado, es verdad que nuestra normativa permite la reconstrucción. Así lo dice el artículo 7 de la norma A-140, que señala la posibilidad de la reconstrucción total o parcial de un monumento, cuando se cuenta con evidencia suficiente del mismo. ¿Entonces podríamos señalar que reconstruir es legal? Sí, por cierto, pero el ethos del restaurador debería indicar si es legítimo, y eso pasa por evaluar si las intervenciones que se han realizado sucesivamente en el monumento son ahora parte de su originalidad. Este parece ser el caso. Reconstruir el muro pretil implicará una incomodidad para sus usuarios y posesionarios, y no introduce ninguna mejora ni a nivel arquitectónico ni a nivel urbano, ni tampoco le añade valor al monumento. Por el contrario, se convierte en una réplica más propia de parque de atracciones que de un centro histórico con un patrimonio vivo como es deseable.
Uno nunca se baña dos veces en el mismo río, decía Heráclito, y no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor. Creo que Viollet-le-Duc es un personaje histórico único e irrepetible. Por eso, cuando alguien me pregunta sobre si se debe reconstruir, señalo —recurriendo al vals “Desdén”, del chiclayano Miguel Paz— que, en conservación de monumentos, la mayor parte de las veces “toda repetición es una ofensa”.
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