Tengo 43 años. Desde que tengo memoria, la policía ha sido descrita como una institución corrupta, incompetente, incapaz. En casa, los encuentros con la policía eran mínimos, pero casi siempre marcados por una pregunta que todos los peruanos debemos haber hecho alguna vez: “Ok, jefe, ¿cómo es?”
El problema de la policía no es solamente el problema de la policía; es nuestro problema. No existe, en ningún lugar del mundo, una sociedad justa, sin una fuerza del orden competente y respetada.
Este gráfico para Europa producido por Eurostat (2015) muestra la relación entre la confianza que una sociedad tiene en su policía y la confianza que tienen las personas en otros miembros de su sociedad. A la cabeza están los países que típicamente asociamos con mayor justicia social y los niveles de vida más elevados del mundo.
Pero también sugiere que más personas en Europa confían en la policía que en otras personas.
Yo creo que esto es, en parte, aspiracional. Todos queremos, en el fondo, confiar en la policía. Todos queremos una sociedad en la que el policía efectivamente nos protege.
¿Por qué es tan difícil?
En el Perú la PNP ha sufrido el mismo abandono que otras instituciones públicas: la salud y la educación, por ejemplo, pero también los sindicatos, los partidos políticos y la justicia.
Este abandono no es casualidad. Hace tiempo hemos adoptado la estrategia de abandonar lo que empieza a fallar y buscar un reemplazo – privado si es posible. (Aunque no faltan las autoridades públicas que, en lugar de mejorar programas o servicios existentes, los reemplazan por otros.) No intentamos arreglarlo ni fortalecerlo. Lo desechamos.
Esto se aprecia en el movimiento de la elite limeña desde el Centro de Lima hacia San Isidro, Miraflores, Barranco y La Molina. Cuando el centro empezó a mostrar signos de desorden, migraron rápidamente a casas palaciegas en Jesús María o a lo largo de las avenidas Salaverry o Arequipa. Cuando esos barrios también se popularizaron, los dejaron en masa por la falsa-tranquilidad de los nuevos distritos un poco más al sur de la ciudad. Después, alzaron muros, rejas y cerraron pistas enteras.
En lugar de invertir en el desarrollo ordenado de sus calles, barrios y distritos, los peruanos, las elites peruanas, vale decir, las abandonan y corren. Hoy, los más ricos, ni siquiera viven en el país.
Con la educación y la salud sucedió los mismo. Mis abuelos recordaban colegios públicos de buen nivel. Eran colegios de la zona. Al que le tocaba ir a uno. De ahí se podía optar por cualquier universidad. Y, sin romantizar el pasado, la educación pública no necesariamente limitaba los logros profesionales. De hecho, la opción privada era insignificante.
Pero, en años más recientes y siguiendo a los ricos, que ya habían optado por la educación privada, las clases medias y ahora, las medias bajas, abandonaron la educación pública. No lo hicieron solos. El estado peruano lo había hecho antes. Décadas de olvido terminaron en una profecía autocumplida.
Una profecía similar a la de la salud pública: es mala, buscamos salidas privadas, no invertimos en la salud pública, la salud publica empeora, etc.
En ambos casos, vale decir, la percepción es más fuerte que la realidad. Ni la educación ni la salud pública son peores que una buena parte de la oferta privada. Pero el tinte ha quedado.
La pandemia nos ha hecho recordar que, al final del día, sí las necesitábamos. Sin la poca salud pública que tenemos nos hubiésemos hundido aún más. Y la educación pública, así, desprestigiada como estaba, ha salido a rescatar a los cientos de miles de niños que quedaron en la calle.
La política y la justicia son dos instituciones que han sufrido la misma suerte. Una falta de interés, atención e inversión en ambas nos ha regalado la pobre política y la justicia que nos merecemos, colectivamente.
Cuando votamos por el “antipolítico” estamos avalando y contribuyendo al deterioro de las instituciones políticas. Cuando votamos por quienes repetidamente le sacan la vuelta a la justicia, estamos contribuyendo al deterioro del Poder Judicial en su totalidad.
Ahora, nos damos cuenta, las necesitamos – más que nunca.
No voy a entrar en detalle al tema, pero los sindicatos son otra institución que necesitamos. En plena protesta en Ica, los empresarios agroexportadores salieron a reclamar que no tenían con quién negociar. Los sindicatos, bien financiados y bien gestionados, son fundamentales en defensa de los derechos laborales (que nos benefician a todos) pero también ofrecen un camino ordenado y constructivo de negociación para los empleadores. La solución no era intentar eliminarlos sino fortalecerlos.
Lo de la policía es similar. Esto es de IDL:
“En la década de los años ochenta, la concentración de esfuerzos de la Policía Nacional en la lucha contra el terrorismo creó un vacío en la atención policial de la seguridad ciudadana. La ausencia de servicios policiales en la calle incrementó el sentimiento de inseguridad y desprotección por la acción brutal del terrorismo y por el crecimiento de la delincuencia común, hecho que dio lugar al desmedido afán de contratar policías privados y medios electrónicos en urbanizaciones con mayores recursos económicos.”
Esta situación permitió el surgimiento y desarrollo de los servicios de serenazgo como una respuesta positiva de los gobiernos locales frente al estado de inseguridad existente. Estos, fueron concebidos como servicios individualizados de custodia y seguridad, empleando en sus inicios a personal policial de franco y vacaciones que voluntariamente deseaban prestarlos, previo pago de un incentivo económico.”
En ese momento de crisis contábamos con, al menos, dos alternativas: Primero, podíamos invertir en la policía: meterle recursos económicos, atención política, capacitación, tecnología, etc. para rescatarla y convertirla en la fuerza del orden que todos queríamos y queremos que sea. Segundo, podíamos optar por una solución privada.
Optamos por la segunda.
El relativo éxito de corto plazo del modelo privado de seguridad acompañó el deterioro de la policía – de la fuerza de orden pública.
Pero el serenazgo no puede garantizar el orden ni la seguridad ciudadana. A lo mucho puede disuadir y apoyar la labor de la policía. Y cuando surgen conflictos serios o nos enfrentamos al crimen organizado, no podemos mandar a guachimanes uniformados. Dependemos de cuadros entrenados, preparados y entregados a la seguridad ciudadana.
Este no es un trabajito más. Así como los buenos educadores no son los que se pasan un año haciendo voluntariado, o los buenos médicos o enfermeros no se cachuelean en un hospital o una posta médica mientras buscan otra carrera, los buenos policías no pueden tratar la seguridad ciudadana como un trabajo más – uno al que pueden entrar o salir como quien vende en una tienda o atiende en un restaurante.
La reforma de la policía es impostergable. Debemos rehacer el daño que le hemos causado.
Pero también lo son las reformas de otras instituciones públicas. Y son reformas que deben atender y desterrar, de una vez por todas, esa nefasta tendencia que tenemos por buscar soluciones privadas, exclusivas e insuficientes.
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