El 1 de mayo pasado, el papa Francisco publicó una carta dirigida “a los jóvenes economistas, emprendedores y emprendedoras de todo el mundo”. En ella invita a un encuentro en Asís, el próximo marzo, para juntos explorar alternativas a “los modelos de crecimiento que son incapaces de garantizar el respeto del medioambiente, la acogida de la vida, el cuidado de la familia, la equidad social, la dignidad de los trabajadores /y/ los derechos de las generaciones futuras.” El capitalismo y el comunismo estatista, por ejemplo.
La meta es inventar y “poner en marcha un nuevo modelo económico, fruto de una cultura de comunión, basado en la fraternidad y la equidad” y el cuidado del medioambiente; pues este “necesita con urgencia una economía saludable… que cure sus heridas y garantice un futuro digno”. En suma, una revolución de la civilización.
Yo predico lo mismo, de modo que la propuesta de Francisco me resulta balsámica y risueña. Pero es desconcertante la sordera de la inmensa mayoría de católicos, para quienes el papa, en teoría, es guía espiritual y vocero de la voluntad divina.
Él clama: “Vuestras universidades, vuestras empresas, vuestras organizaciones son canteras de esperanza para construir otras formas de entender la economía y el progreso, para combatir la cultura del descarte, para dar voz a los que no la tienen, para proponer nuevos estilos de vida”. Pero, a casi cuatro años de la encíclica ambientalista Laudato Si', no hay en el Perú un solo centro académico católico bien gestionado ambientalmente ni con una propuesta educativa inspirada en “el cuidado de la casa común”. Solo hay palabras y gestos que abofetea el contaminado viento.
El muladar dejado por los fieles en Puerto Maldonado, cuando visitó Francisco, habla a gritos. ¿Qué esperanza existe, cuando los propios llamados y elegidos no ejercen compromiso?
Tamaña inconsecuencia es evidencia de la crisis de nuestra civilización: Ni siquiera quienes podrían atender el clamor de la Tierra desde sus convicciones religiosas están libres del canto de sirena del capitalismo. El hambre de fama y fortuna. La explotación del hombre por el hombre. La competencia por derechos como si fueran privilegios. El desprecio hacia la naturaleza. La inhumación del pensamiento crítico. El vicio del desperdicio.
Al respecto, resulta revelador otro discurso papal, dirigido a empresarios mineros el 3 de mayo, en un encuentro organizado por el Vaticano. Gabriella Ceraso (Vatican News) informa que Francisco le dio la bienvenida al diálogo “honesto, valeroso”; pero poniendo como supuesto de partida un cambio de paradigma en la actividad minera y toda la economía, pues "el mercado solo no alcanza" a garantizar el “desarrollo integral del ser humano”, la “inclusión social” ni la “protección del medioambiente”.
Dijo más: “La minería debería estar al servicio de la comunidad humana”, porque la tierra está para disfrutarla juntos. “La atención a la protección y el bienestar de las personas afectadas por las operaciones mineras, así como el respeto a los derechos humanos fundamentales de los miembros de las comunidades locales y aquellos que defienden sus causas no son principios negociables.”
Francisco y el simple ecólogo que escribe estas líneas sabemos que lo innegociable existe. Y que hemos excedido el límite. Con razón no quieren atenderlo.
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