Siendo estudiante en la Universidad Nacional Agraria, marchaba a La Molina en bicicleta. Hoy sigo visitando mi alma mater con alegre pedaleo. Pero hace poco participé en un congreso en la Agraria, y compartimos un mismo auto entre colegas. Volver de La Molina por las tardes, cautivos de la corriente turbia y torpe del “tráfico” limeño, fue una pesadilla. Un colega cusqueño preguntaba horrorizado “¿ustedes hacen este recorrido todos los días?” Felizmente no, respondimos; pero es lo cotidiano para mucha gente. Y entonces todos nos horrorizamos, porque entendimos que solamente una locura masiva podía explicar que millones de personas hayan colaborado para establecer un sistema tan dañino e incompetente.
Más de veinte días al año perdemos en el mal transporte. Ya no hay ciudad mediana en el Perú sin estruendo, peste y atoro de vehículos. Podríamos empapelar al Estado, irnos al paro. En cambio, preferimos someternos, intoxicarnos y convertirnos en energúmenos en el proceso. Yo simplemente encuentro que no tiene sentido –es insensato– vivir la única vida que uno tiene atrapado en un auto o ensordecido, mascando ira y respirando veneno.
El núcleo del problema del transporte es la masa creciente de carros absurdamente grandes, con una sola persona dentro. Son víctimas y heraldos de una mentira hegemónica del capitalismo, según la cual los problemas se solucionan con más de lo mismo. Así, el consumo conspicuo, el abuso de espacio público y combustibles fósiles; el desprecio por la salud ambiental propia y ajena, anuncian “éxito”. En Lima, las tiendas de autos flanquean la colapsada avenida Javier Prado, por donde pasan, impotentes, los pudientes, sintiéndose Iron Man, alucinando que dentro de sus latas caras son invulnerables. La otra yema de ese huevo podrido son las empresas piratas de micro-transporte (combis, colectivos, taxis, motocares), que solo prosperan gracias a funcionarios corruptos, cobardes e ineptos.
Qué distinto es todo esto de una opción conciente a favor de la bicicleta, donde la ruptura es psicológica; no tecnológica: Consiste en decidirse por otro ritmo, adecuado a la cadencia orgánica de la respiración y el pedaleo. Salir a tiempo, llegar temprano, ser más concientes de nuestra inescapable vulnerabilidad; eso nos puede dar la bicicleta.
Por el contrario, pululan ahora las bicicletas y los pequeños vehículos motorizados, tripulados por gente que nunca aprendió a compartir las pistas ni las aceras. Entre empresas de “delivery” y soluciones egocéntricas para transportarnos, hemos llevado un modelo excluyente y falsamente “exclusivo” al paroxismo. Millones de personas que caminamos las calles y respiramos los miasmas urbanos, sometidas a mil riesgos, humillaciones, atropellos y homicidios, somos la última rueda de un coche que los mercachifles arrastran al abismo.
Ni más pistas, ni ciclovías, ni autos eléctricos podrán curarnos del virus atornillado en nuestras mentes. Mientras la fórmula para compartir el espacio público sea la prepotencia del más botarate, el más violento, el más irresponsable o el más egoísta; y mientras persista la idea demente de que eso es el progreso, el maltrato mutuo seguirá siendo el precio de un bienestar que nunca alcanzaremos.
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