Pasé el último viernes por La Pampa, el enclave de minería ilegal en Madre de Dios, intervenido con masiva fuerza pública hace semanas. Una tropa castrense trotaba sobre la pista y rugían consignas (“¡No-deser-taré!”) al ritmo de su marcha. Numerosos expendios siguen abiertos; pero el bullicio de los prostibares, las muchachas alineadas, el basural y la invasión de la carretera, que obligaba a desfilar lentamente entre miradas cargadas de sospecha, han disminuido sensiblemente. Igual hay mucha gente. “Siguen trabajando de noche”, me guiña nuestro chofer ¿Tan pronto y ya flaquea la vigilancia?
La Pampa es el vértice más publicitado de una extensa comarca dominada por la fiebre del oro y salpicada de narcotráfico, conectada mediante la carretera Interoceánica Sur y un enredo de ríos navegables y vías carrozables entre el altiplano y la llanura selvática. La frontera boliviana, La Rinconada en Puno, Camanti en la selva alta del Cusco, el río Inambari, el bajo Madre de Dios y sus tributarios; están criminalmente comunicados ¿Cómo permitimos que una porción tan grande de territorio, ciudadanía y patrimonio natural fueran secuestrados por el crimen organizado? Perú país minero, pues, hermano.
La gente acude desde Cusco y Puno y se desperdiga en la selva, talando, excavando, desmoronando, envenenando, abandonando. Convertir la minería aurífera aluvial en la Amazonía en un negocio decente y ambientalmente amigable, más que un espejismo burocrático, es una falacia fraguada para no llamar cáncer al cáncer y salir del paso.
Un minero ilegal y un informal provocan el mismo daño; pero el informal puede trabajar una concesión impuesta sobre una comunidad nativa, devastar la tierra impunemente y vender oro libremente. ¿Qué incentivo tiene para formalizarse? Cada tanto, el Estado les amplía el plazo.
El foco de cualquier intervención gubernamental honesta y sensata no deben ser los mineros, sino la mayoría vulnerada. Los cientos de miles de niños y madres con mercurio en la sangre, los hombres enviciados y lisiados, las empresas honestas arrinconadas, los pueblos indígenas invadidos y contaminados, y las jóvenes violadas no parecen contar para nadie. Invisibilizarles ha sido el peor error y pecado de cada administración derrotada.
En junio pasado, los comuneros de Masenawa y la federación indígena de Madre de Dios consiguieron apoyo policial para expulsar mineros ilegales de su territorio. Días después, Carmen, la presidenta comunal, su hermano Timoteo y dos de sus hijos acudieron, como siempre, al cercano poblado de Boca Colorado. Una turba iracunda les sorprendió en el puerto. Les lanzaron gasolina al cuerpo e incendiaron su bote. Solo saltando al agua se salvaron. Diez meses después, el esposo de Carmen me conmina: “Yo quiero saber para qué sirven tantos proyectos, si la señora que le echó gasolina a mi mujer sigue libre”. También los hombres armados que les roban madera siguen libres. “Siempre nos van a matar, algún día será”, concluye Timoteo, triste como un árbol solitario. Viven en la zozobra, los defensores de nuestros ríos y bosques milenarios. Extirpar de nuestra sociedad todo el extractivismo criminal es un imperativo humanitario.
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