Un señor camina por la calle de la mano con su hijo mientras que una mujer de vestido azul (el color es irrelevante) pasa a su costado. Que sea mujer es suficiente excusa para que aquel hombre haga alarde de sus estrategias de flirteo. Antes de ejecutar su plan, colude mediante miradas con otro señor que está parado al frente de la calle. En ese instante le grita a la mujer un improperio, un insulto sexual que para él es un simple “piropo atrevido”. Vuelve a mirar al tío del frente y nota que lo felicita moviendo la cabeza de arriba abajo. Reafirma su actuar y todo esto ocurre frente al niño que aún no entiende lo que ha pasado.
¿Es una sobreexcitación sexual lo que lleva a aquel hombre a hacer dicho comentario? ¿Son sus hormonas revueltas buscando alguna vía de escape para desfogar aquella energía tal vez aguantada por un periodo prolongado? La respuesta es tristemente más compleja.
Muchas de estas conductas no buscan satisfacer una necesidad sexual. No obstante, atrás de esta acción cuestionable se encuentra la intención de mandar un mensaje a alguien más. En este caso, a ese espectador de la calle del frente. Un mensaje que suele buscar llegar a otro hombre.
“¿Viste a esa mujer? ¿Viste lo que hice? ¿Has visto lo que soy capaz de hacer?”, piensa en silencio.
Frases y preguntas que buscan reafirmar la idea que tiene de sí mismo. Un refuerzo que necesita de la aprobación de aquel cómplice que continúa mirando. No es para desfogar los instintos sexuales más primitivos que lleva adentro. Solo quiere sentirse “bien hombre”, concepto cuyos valores pueden ser confusos en nuestra sociedad. Nunca hubo una intención erótica detrás. Puede que ni le interese interactuar con aquella víctima elegida por el azar. La mujer no es vista como una persona sino como un mensaje. Es concebida como una de esas cajas que el correo trae cuando encargas algo. Es preocupante, la ve como una caja, la está viendo como un objeto.
En ese momento, el hombre se siente cazador, un león en plena jungla. Lamentablemente la mujer no es vista como leona, sino como una gacela. ¿Qué pasaría si aquella mujer regresa y se defiende?
Sería percibida como una amenaza a la “masculinidad” del perpetuador. Algo que atenta contra esa reafirmación tan buscada, un peligro a su autoestima. Aquella “caja”, ese “objeto” cobra vida propia y osa sublevarse contra su dueño (errónea percepción, obviamente). Además, este inesperado desenlace se daría frente a otros hombres, jueces y fiscales de la mal llamada virilidad. La cólera de aquel señor aumenta inmensurablemente y aparece la necesidad de dominar a aquella mujer, vista como insurgente.
“Un cachetadón y se soluciona el problema”, concluye agresivamente. Una cachetada que nace injustamente del victimario y no de la propia víctima. Lamentablemente, nos alivia saber que fue solo un golpe, y no un chorro de gasolina o un par de balazos en el cuerpo.
Lo peor, un niño, el hijo está mirando.
Busco explicar en estos párrafos que un “piropo” en la calle no es una simple oda a la belleza femenina. Muchas veces reafirma la idea de que alguien puede ejercer sobre otro. Es creer que un hombre puede decidir cómo tratar a una mujer. Es verla como objeto, como una cosa. Algo que le pertenece y por lo tanto, cree (PELIGROSAMENTE) que puede hacer con ella lo que le plazca.
Genera escalofríos tan solo escribirlo.
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