La semana pasada conocimos de un hecho insólito que muestra sintomáticamente la crisis que atraviesan nuestras instituciones públicas. El procurador anticorrupción Amado Enco presentó una denuncia al Ministerio Público en contra del procurador Ad Hoc, Jorge Ramírez, encargado del caso Lava Jato.
Enco señala que Ramírez habría defraudado y cometido perjurio a los intereses nacionales al haber, supuestamente, pactado irregularmente la devolución de los 524 millones de Chaglla a Odebrecht, destinados a la reparación civil. Se le acusa de favorecer a quien debería sancionar.
De acuerdo a las imputaciones del procurador Enco, Ramírez habría incurrido en el bochornoso delito contra la administración pública en el modo de negocio incompatible, y por la naturaleza del cargo que ostenta, en la omisión de actos funcionales. Esto supone una acusación muy seria que coloca al Estado peruano en contra del mismo Estado peruano.
La opinión está dividida. Un segmento apoya la acusación de Enco, refiriendo que la devolución favorece más a los intereses de la corrupta empresa brasileña en detrimento del Estado peruano. Por otro lado, otros apuntan que las imputaciones carecen de rigor y no es Ramírez alguien a cuyas funciones competan los cargos. Incluso, se ha referido que no calzan los tipos penales y un procurador de tal rango debería estar al tanto.
Hay mucho por aclarar, pues se ha interpretado extendidamente que la denuncia en contra del procurador no sería otra cosa que el entorpecimiento del acuerdo de colaboración entre Odebrecht y la justicia. ¿Quién está del lado de la justa razón y quién de los intereses oscuros que parecen copar nuestro poder político y económico?
Algo que llama la atención es que no se trata de la primera denuncia. Es importante atender a las figuras que lo han acusado previamente: Vilcatoma y la defensa legal del expresidente Toledo.
El fiscal José Domingo Pérez ha declarado que dicha denuncia no es oportuna, mientras que Tomás Aladino Gálvez lo ha acusado a él y a IDL Reporteros de dosificar a convenio la información recibida. La declaración del fiscal ha valido por parte de Tomás Aladino Gálvez una censura. No dejemos de lado que a este último se la ha impedido salir del país, se le ha asociado con los cuellos blancos además con Joaquín Ramírez.
Lo tenebroso del caso es que nos vemos en un camino sin salida, puesto que si, dada la acusación de Amado Enco, le diéramos la razón a uno, u otro, de todos modos, tendríamos que aceptar que nuestro Estado ha defraudado sus funciones; no importa quién tenga razón, puesto que la denuncia misma expone una crisis que no se encuentra aislada de lo social, político y económico.
Si cedemos a la idea de que Ramírez se coludió con Odebrecht, tendríamos mucho que lamentar y el daño moral causado no se compara a ninguna reparación financiera. Por otro lado, si concedemos que Amado Enco acusa con intenciones de minar el acuerdo de colaboración eficaz, luego nos vemos en una situación similar, puesto que, en ambos casos, estaríamos siendo testigos de una infiltración y esparcimiento crónico, generalizado y normalizado de la corrupción; ¡cosa que no extrañaría realmente a nadie!
Esta confrontación no es casual ni se aleja de un panorama atroz. Consideremos nuestros últimos presidentes, y nombremos los períodos involucrados en corrupción latente por parte del Estado: de la actualidad hasta el 2016, PPK, Humala el 2011. García en el 2006 y 1985. Toledo en el 2001 y antes, desde 1990, una década memorable con Fujimori y su asesor del SIN. La delación premiada sigue en curso, en los próximos meses confirmaremos si el escándalo de Odebrecht se extiende a la suma de estos últimos treinta y cuatro años.
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