La sexualidad es una dimensión importante de la sensibilidad humana: es un fenómeno de suma inmediatez para cada individuo y está revestido, a la vez, de gran complejidad, que no es fácil hacerla tema de reflexión. La tradición crítica, no obstante, la ha hecho objeto de estudio. Pero, a pesar de los avances de la psicología durante el último siglo, no disponemos de una teoría acabada sobre la sexualidad: concurren factores culturales, sociales, económicos, idiosincráticos y políticos, además de los puramente fisiológicos y psicológicos. Gracias a los aportes del psicoanálisis hoy podemos comprender que la sexualidad es un proceso diacrónico que va de la mano con la maduración psicológica, intelectual y moral de la persona humana.
No fue así siempre. Para el naturalismo, por ejemplo, la sexualidad expresa con total y plena elocuencia la capacidad reproductiva que cada individuo de la especie tiene por naturaleza. Desde ese punto de vista, la sexualidad humana habla del cuerpo desde el punto de vista del deseo. Es irrefutable que la persona humana es indiscutiblemente su cuerpo sexuado. En efecto, es innegable que los seres humanos somos seres sexuados por naturaleza. Pero la sexualidad no se restringe solamente a reconocer la composición fisiológica del cuerpo humano como cuerpo sexuado capaz de engendrar vida, sino que también es ámbito de expresión de la dimensión moral y ética del ser humano. Por eso que el psicoanálisis habla de psicosexualidad.
En la medida en que las personas somos cuerpos desiderativos tenemos que aprender a identificar, reconocer y canalizar nuestros apetitos instintivos. De la comprensión de la propia sexualidad depende la relación que establezca uno consigo mismo y con los otros. El naturalismo restringió la comprensión del cuerpo sexuado a la comprensión del cuerpo como dador de vida. Según ello, la sexualidad solo puede ser genital y reproductiva. De ahí se siguen parámetros normativos onerosos para las mujeres. Así el tradicionalismo logró estigmatizar la sexualidad y convertirla en una herramienta represiva y represora: como arma de control social permitió asociar a la mujer con lo doméstico, restringiéndole agencia en lo público. El naturalismo, además, consideró que la sexualidad masculina tenía que ser salvaje e ingobernable para que no cupiera ponerle límite alguno a su despliegue tiránico sobre la mujer. Eso justifica y legitima las agresiones sexuales contra las mujeres que los medios informan a diario. Pero sexualidad y violencia no van necesariamente de la mano.
Gracias al feminismo contemporáneo las mujeres pudimos acceder a una comprensión nueva de la sexualidad: al emanciparnos de la comprensión genital-reproductiva tradicional, las mujeres pudimos apreciar que la sexualidad es también recreativa, lúdica y no-reproductiva. Por primera vez en la historia, la mujer se hizo cargo de las decisiones propias adoptadas según su libre albedrío sobre su propio cuerpo, sobre su propio placer. Ese permitió comprender que la sexualidad emancipada también expresa la vocación por el otro: en la medida en que vierte, canaliza y transfiere afectos desde una subjetividad hasta otra, crea libremente vínculos íntimos entre personas libres y autónomas.
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