Enseñamos a nuestros hijos algo que se nos ha inculcado a nosotros: que seamos obedientes. Obedecemos por confianza, por inercia, a veces de mala gana, pero llegados a cierto punto de madurez del pensamiento, también podemos obedecer porque creemos en las razones del imperativo. Esta obediencia es la meta de un largo proceso de adaptación y reacomodo de la voluntad y, en este sentido, domesticar lo que queremos va de la mano integralmente con el conocer qué está bien y qué está mal en virtud de nuestros valores, pero, en último término, de nuestro comportamiento y elecciones.
Obedecer es positivo, la mayor parte de las veces, especialmente en instituciones que siguen reglas determinadas, procedimientos específicos o cuando el rigor lo exige. No podríamos pedirles a los técnicos de aeronáutica, por ejemplo, que se rebelen en contra de seguir sus protocolos; hay una razón sólida detrás de seguir ciertos órdenes normativos.
El Estado no es ajeno, y solo en el caso de una usurpación de poder o ante la legitimidad derrumbada de un sector gubernamental, o algún otro caso extremo, solemos ver la manifestación de una desobediencia civil que rechaza a las cabezas de sus sociedades. Ilustremos la idea con los casos de Chile, Bolivia y Colombia. El resto del tiempo, la gente obedece y se espera que obedezca. En situaciones regulares, es lo esperado y deseable.
Pero ¿qué sucedería en las situaciones extremas en que las razones que se nos ofrecen para atender a una exhortación se ven en conflicto con otras razones que, más allá de la autoridad, nos reclaman mayor atención? Imaginemos un ejemplo. Los militares deben obedecer a sus superiores de modo indiscutible ¿Qué haría yo, si mi superior me ordena masacrar inocentes? ¿No soy libre de resistirme y elegir otro criterio que aquél que se me impone? El ejemplo es exagerado, pero hemos atendido mundialmente a casos en que indirectamente, lo imaginado, se cumple.
Imaginemos un segundo caso. Los religiosos practican, regularmente, un orden jerárquico ¿Qué haría yo, si mi superior me ordenara encubrir delitos de un hermano o hermana? ¿No está la justicia por encima del nombre de la institución? Y precisamente, si la institución profesa la altura moral en la vía espiritual, ¿no estaría en la obligación ética de rebelarse en contra de su autoridad?
Terminemos la idea con un último ejemplo ¿Qué sucedería si un líder compele a los suyos a realizar el mal? Esto puede suceder en múltiples sentidos, como el caso de Charles Manson, el suicidio colectivo de Jonestown, los imperialistas desafiando al invierno ruso, o hasta un presidente que forma parte de una red de malos pasos. Acaso, en cualquiera de estos casos, ¿no sería necesario tener un juicio claro, crítico y reflexivo, por encima de una admiración ciega, por cualquier sujeto, grupo o institución?
Establecido esto, nos cuesta entender los reclamos que realizan fiscales supremos a fiscales que destapan y luchan en contra de un extendido cáncer burocrático. Específicamente, el fiscal Tomás Aladino Gálvez refirió en una entrevista de la semana pasada que los miembros del equipo especial Lava Jato “han perdido el sentido de la realidad y se han olvidado que pertenecen a una organización jerarquizada”. En este sentido, de acuerdo al rigor de su lógica, el fiscal supremo refiere que acabarían en la cárcel. No somos ajenos a los intentos de cuestionarlos, disciplinarlos y, en suma, de obstaculizar su labor, especialmente, en días clave de interrogatorios.
Obedecer es algo que debemos fomentar, pero más importante es el criterio al que atendemos a las razones del porqué obedecer. Si el equipo especial Lava Jato encuentra indicios de malos manejos en la cabeza de su institución, están en la responsabilidad de exponer su caso, aunque los encargados de dirimir, sean, precisamente, los acusados, puesto que las instituciones deben renovarse, para no quedarnos con vacas sagradas. La labor misma del fiscal, naturalmente, tiene relación con los ejemplos de la obediencia militar, religiosa y jerárquica, sin embargo, ¿No es necesario precisamente denunciar este tipo de atropello anómalo institucional?
El mismo caso es de la tragedia griega de Antígona, quien tiene dos hermanos enfrentados y solo uno de ellos recibe honores fúnebres. Ella elige sepultar el cadáver del otro, anteponiendo los valores de sus dioses, por encima de las leyes de Tebas. Preguntémonos, entonces: ¿Qué es más valioso, obedecer ciegamente o hacer lo correcto incluso en contra de la opinión general?
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