Pocas veces una frase tan corta contiene tanto en ella. El tráfico, en Lima por lo menos, no solo se ha convertido en un deporte de aventura, sino que, además, refleja los valores sobre los que se sostiene el Perú de hoy. Aceleramos para cruzar cuando quedan pocos segundos de la luz ámbar en el semáforo, ignoramos la luz circulina de las ambulancias, o más grave aún, corremos detrás de la ambulancia luego de que esta pasa. Conducimos a la ofensiva, invadimos las cebras para el cruce de peatones y las ciclovías. Nos estacionamos en áreas restringidas (berma amarilla) y bloqueamos el paso a la pista de las rampas para personas con discapacidad. En estricto, no solo hacemos todo lo que el manual de tránsito advierte como incorrecto, sino que actuamos como si las reglas de tránsito fueran meras sugerencias. Las motocicletas serpentean entre los autos y generamos congestiones innecesarias deteniéndonos donde sea. Finalmente, en los cruces de avenidas principales, aquellos que cuentan con semáforo de cuatro luces (donde una de ellas es exclusiva para doblar y solo cabría esperar) invadimos el cruce. La idea es cruzar “cuando se pueda.”
Nuestro conducir refleja claramente nuestros valores sociales. Yo estoy más apurado que tú, así que aun cuando no tenga el derecho de paso, lo tomaré porque me conviene. Mi carro es más grande, nuevo o poderoso que el tuyo, así que yo voy a “cerrarte” para pasar primero. Voy en una moto y tengo que llegar a donde quiero ir, así que serpenteo entre los autos cuando el semáforo está en rojo. Acelero dos segundos antes de que el semáforo cambie a verde porque no viene carro y nadie está cruzando (nadie que yo vea), o porque sí. Actuar que además no es exclusivo de las personas civiles, sino también de todo tipo vehículos oficiales y de agentes del Estado (aun sin circulina). En estricto, “el otro” y lo que este necesita siempre puede ser ignorado o minimizado, solo importa que yo llegue a donde quiero llegar lo más rápido posible y bajo mis propias reglas. Que quien pase primero sea yo.
Nuestra manera de navegar la ciudad motorizadamente podría parecer un problema aislado; no obstante, es el reflejo de una crisis mucho más profunda y arraigada en nuestra sociedad: nuestra falta de conciencia ciudadana y empatía respecto de las experiencias y necesidades de los demás. Sino observemos la narrativa pública sobre el accionar de los estudiantes de la Universidad San Marcos respecto de la protección de su campus frente a un proyecto presumiblemente ineficiente y cómo ciertos sectores desestiman sus demandas basadas en estereotipos injustos que pesan sobre su alumnado más que sobre los méritos de las mismas; alimentado además por el profundo clasismo de nuestra sociedad. O la minimización de las necesidades de quienes no están en nuestra posición. Por ejemplo, el 80% de las empresas peruanas no cuenta con políticas laborales a favor de la diversidad y la inclusión de sus colaboradores LGTBIQ+, mientras que solo el 12% de estas reconoce la identidad social de sus colaboradores trans. Así también, la normalización de las violencias cotidianas en contra de todos y todas en los espacios públicos y privados, y la falta de reconocimiento de nuestro propia responsabilidad del problema. Sino, basta recordar una portada reciente del Diario El Comercio que anuncia la normalización de la violencia en el Perú por parte de los ciudadanos venezolanos, como si este no fuera un país donde una mujer puede ser asesinada con ensañamiento por decir: “no, gracias.”
El tráfico de Lima y sus dinámicas no se agotan en sus pistas. Observemos críticamente a nuestro alrededor. ¿Quiénes somos? ¿Quiénes queremos ser? ¿Invadimos los cruces?
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