En estos momentos, Atenas se encuentra cercada por el fuego y el humo que desde hace poco menos de una semana se ha desatado en los bosques cercanos. A la fecha, han muerto dos personas, veinte han resultado heridas y hay ciento cincuenta casas destruidas. Lo mismo ocurre en Olimpia, la antigua cuna de los juegos olímpicos, ciudad que se encuentra mucho más desprotegida que la capital. Mientras que en Tokio se celebran los juegos, el pueblo que los vio nacer se encuentra en plena lucha con un incendio forestal.
La acción del fuego nunca es predecible. En pocos minutos, la fuerza del viento puede cambiar de dirección y transformar un pueblo en cenizas. Así sucedió en la ciudad de Matti, otra ciudad griega, en el 2018. Las muertes superaron las cien personas y hasta ahora -después del “Sábado Negro” en Australia, en el 2009, que casi alcanzó las doscientas- es considerado como el segundo incendio más mortal del siglo XXI. Las imágenes que recibimos de los incendios forestales son cada vez más comunes. Si no es en el hemisferio norte, es en Brasil, Argentina, Chile o también en nuestro país. Mientras escribimos estas líneas, el fuego ya ha devorado cien hectáreas en la provincia de Quispicanchis.
Noticias como las de Grecia o el Cusco nos hacen pensar en las víctimas y en las pérdidas materiales, pero también deben hacernos reflexionar sobre el peligro que corren los lugares arqueológicos del país. En el 2017, un incendio dañó gran parte de la huaca Ventarrón, y el año pasado hubo incendios cercanos a Kuélap, Sacsayhuamán, Ollantaytambo y Machu Picchu. Y aunque no se sabe todavía cuáles fueron las razones, es muy probable que se hayan originado por la mano del hombre y el cambio climático, como ahora sucede en Grecia. La costumbre de quemar terrenos para volver a sembrar se produce con conocimiento de las autoridades, pero estas no manifiestan interés en tomar alguna decisión. Es preciso recalcar que no hablamos aquí de terrenos alejados de las ciudades, sino de campos muy cerca o incluso dentro de ellas mismas. En cualquier suburbio de ciudades como Cusco, Huamanga o Cajamarca se pueden observar fuegos “controlados” que pueden convertirse en tragedias. Tragedias no solo para el hombre de hoy, sino para la memoria del hombre antiguo.
Con gran satisfacción, y una vez apagado el fuego, los jefes de las brigadas contra incendios informan a la prensa que el fuego no alcanzó las fortalezas de los incas o las ciudades de los chachapoyas. Sin embargo, esta conclusión no hace sino aumentar la preocupación, pues el valor del material arqueológico que hoy apreciamos no se encuentra solo en los mismos edificios, sino en el entorno que la rodea. Hace unos años, en la misma Olimpia, el fuego consumió todo el Monte de Cronos, el mismo que dominaba la antigua polis. Al hacerse polvo, todo el espacio quedó igual de dañado, y nadie se atrevió a decir que Olimpia se había salvado.
No se trata, por tanto, de salvar la ciudad, como si solo se tratara de salvar la joya más preciada de la casa, sino de cuidar el paisaje natural y humano que lo rodea. La mirada idílica de nuestro pasado muchas veces nos lleva a olvidar que nuestro presente lo pone en riesgo. En lugares tan hermosos también llega la muerte.
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