La ceremonia de graduación de los maestros y doctores de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, realizada el viernes último, contó con la presencia del distinguido psicoanalista Max Hernández Camarero. Su discurso de orden, titulado “La palabra del poder y el poder de la palabra”, fue una reflexión sobre la necesidad de recuperar la palabra como una herramienta del pensamiento y una exhortación a combatir aquellos discursos que más bien parecen querer imponer y exigir a la sociedad el cumplimiento de sus consignas.
Para el Dr. Hernández, tal como ya lo ha consignado en muchos de sus libros, el conflicto entre la palabra y el poder en nuestro país inicia en el momento de la Conquista. Ejemplo de ello se encuentran el requerimiento, el texto que los españoles leían en voz alta a las autoridades de los pueblos americanos de entonces para anunciar el avasallamiento de aquellos a quienes estaban destinadas. “No importaba que las palabras no fuesen escuchadas o entendidas, pues estas eran dichas en latín o en español ante personas que no las comprendían; en realidad, el requerimiento era una argucia judicial para ejercer el derecho a usar la violencia”. Hoy el poder ya no se manifiesta de esta manera, pero circula en redes y se transmite por medio de las mismas relaciones humanas. De manera sutil, por medio de amenazas veladas o sugerencias que en realidad son mandatos, el poder busca la manera de que todo aquello que diga tenga como fin la realización de una acción. Bajo su lógica, las palabras se encuentran siempre ligadas al mundo externo, al punto de creer que ellas mismas son la misma y única realidad.
No obstante, la sociedad no se encuentra atrapada por el lenguaje. Los nombres que se ponen a las cosas son meros artificios, pues no hay nada que compruebe que estén vinculadas con aquello que creemos que refieren. La palabra se caracteriza por su arbitrariedad, por su libertad, y esto le otorga un inmenso poder. Por medio de ella se crea, se reflexiona y se especula, y se convierte en la herramienta por la cual expresamos un pensamiento o exteriorizamos un compromiso.
En su disertación, el Dr. Hernández no hizo ninguna alusión a los continuos conflictos que han caracterizado a la política peruana reciente, pero la alusión a ellos es más que obvia. El discurso político, que proviene de un lugar de poder, puede ser por un lado el camino para organizar la sociedad y las relaciones del Estado con el individuo, pues tiene la capacidad de generar grandes movilizaciones “porque se hallan encarnados y se encarnan en personas; conceptos y emociones impactan al unísono”. Sin embargo, la mayoría de las veces terminan por convertirse en discursos que pretenden ser estables y cerrados, “tan rígidos e incuestionables como un mandato superyoico; en los términos de la escritora puertorriqueña Iris Zavala, en una hegemonía semántica”.
Para comprender un mensaje como este es necesario recordar que su autor ha sido por más de diez años el secretario técnico (y aún miembro consultivo) del Acuerdo Nacional, el foro encargado de elaborar y aprobar los lineamientos en políticas del Estado en base al diálogo y la concertación entre las diferentes representaciones políticas del país. En otras palabras, fue el “conciliador oficial” del país. Sus palabras, pronunciadas en el Salón General de la Casona ante los nuevos graduados y las máximas autoridades sanmarquinas, son un motivo más para orientarnos en medio de una vorágine de conceptos desnaturalizados y de expresiones que han sido degradadas y pervertidas. En tiempos en que la realidad nos exige pensar las relaciones entre la sociedad y el poder, la palabra es el punto de partida para hacer frente a los discursos rígidos e intransigentes.
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